En toda actividad humana hay una brecha de lo impredecible. Los que amamos el mar y navegamos por él, somos conscientes que en nuestra a afición, la ‘brecha de lo impredecible’, es palpable y presente. Lo asumimos, porque forma parte de nuestra forma de emocionarse ante el mar. Casi, se puede decir, que se cuenta con ella. Se es consciente de que en algún momento, a pesar de nuestras previsiones, lo irremediable, puede ocurrir. Lo soportamos con estoicismo, incluso con optimismo, porque salir al mar es un acto de voluntad, de pleno optimismo, rebozado de vitalismo.
La noticia de que el navegante Peter Fisher fuera alcanzado por una ola en pleno Pacífico Sur, en la regata vuelta al mundo a vela, la Volvo Ocean Race, ha sacudido a toda la comunidad náutica. Y, también, ¡cómo no!, a toda la comunidad en general. Un duro golpe que afectó a todos. Y a quienes les gusta navegar, este hecho les ha afectado en un doble sentido. Uno, por la pérdida de un compañero –todos nos sentimos conmovidos y solidarios por la tragedia ocurrida a un aficionado a la navegación- , y, segundo, porque sabemos también, a pesar de todas las medidas, de todas las precauciones y las previsiones posibles, que estas desgracias pueden ocurrir si nos encontramos en mar abierto, y que como tales las hemos de tomar como son, con serenidad y respeto.
Cuando trascienden sucesos como estos, quienes conocen a fondo la práctica de navegar, saben que siempre hay un riesgo. No existe la seguridad al cien por cien. Y por ello, por lo que supone de aventura el hecho de navegar, cuando acaece lo que nadie quiere nombrar, se ha de asumir lo ocurrido y poner en su justo término esta tragedia inherente con la navegación.
Es fácil, ante dramas así, como es la muerte en el mar, proyectar una serie de reproches y diatribas con lo sucedido. Pero en el fondo, quien conoce lo que es navegar es consciente de que todo esto puede pasar, aunque no sea lo deseado.
En el mundo de la navegación en altamar, la oceánica, la de altura, tragedias como la que conocimos el pasado lunes día 26, forma parte de este duro escenario. No deseado, ni buscado, y cada vez, por suerte, más excepcional, gracias a la conciencia de muchos navegantes y a las medidas de seguridad incorporadas en las embarcaciones.
Pero a veces salta la sorpresa, y lo que ya casi parecía imposible, vuelve de nuevo en el escenario de la navegación: la pérdida de un ser humano, en medio del océano.
Por desgracia forma parte de la idiosincrasia de muchos que disfrutan de esta actividad de navegar en mar abierto.
Desafiar a la naturaleza, en el caso de los navegantes, desafiar al mar y a los vientos, parece, un hecho consustancial. La desaparición de Peter Fisher no es, ni será, el último caso. Habrán de nuevos, como lo hubieron después de las desapariciones de Paul Waterhouse, Dominique Guillet, Bernie Hosking en la Whitbraed de 1973, donde navegaban españoles como Enrique Vidal y Enrique Zulueta. Como las hubo después de que Tony Philips en la regata de 1990, cayera al mar junto con Bart van den Dweg, y que a pesar de que pudieron ser rescatados, Bart falleció a bordo del por hipotermia. O el más reciente fallecimiento de Hans Howevoets en el 2006 en la misma prueba.
Pero no solo en la Whitbreat/Volvo, han ocurrido estos trágicos sucesos, sino también en otras tan significativas como en la Vendée Globe, donde en la edición del 1992, en pleno golfo de Vizcaya perecieron Mike Plant y Migel Burgess, estando en regata Jose Luis Ugarte, o en la edición de 1997, Gerry Roufs.
En muchas regatas o en simples travesías de crucero, el M.O.B., el hombre al agua, es una fatalidad a asumir. Lo fue en la Ruta del Ron, con Alain Colas, en 1978 o el propio Èric Taberly, mientras navegaba por el mar de Irlanda en 1998, en pleno crucero.
Navegar puede ser duro. Todas las precauciones son pocas. Hay que tenerlas siempre presentes. Pero la fatalidad de Neptuno hace que sucesos como el vivido estos días sean recurrentes. El mismo día que se rendía un minuto de silencio por Fisher, desaparecía en el mar Balear otro navegante, éste más anónimo, menos conocido por estas latitudes, pero que respiraba el mismo anhelo que tienen todos quienes se enfrentan al mar para vivirlo al máximo en toda la intensidad. Era un navegante argentino, que partía de Salou destino las Baleares, a bordo del velero Semental III. La borrasca mediterránea, instalada la pasada semana en el vértice de Ibiza, debió sacudirle fatalmente.
Así es de cruel, a veces, el mar. Y a pesar de todo, lo queremos y lo retamos cada vez que salimos a él.