La prueba del algodón, para calibrar la rigidez o la tolerancia por parte de la administración política hacia ciertas sensibilidades, es ver cómo trata a un colectivo determinado en una situación crítica. La administración y los poderes públicos con sus disposiciones, o por un exceso de celo administrativo, ponen a prueba -en muchas ocasiones- la permisibilidad o la represión de ciertas prácticas, ahogando o favoreciendo iniciativas a ‘sus administrados’. Y la prueba del algodón, en la náutica recreativa, se produce cuando se evalúan dos tipos de práctica extrema: la navegación en solitario y la permisibilidad en dejar, o no, navegar a minúsculas embarcaciones en mar abierto.
Cuando ambos factores –‘solitarios’ y ‘miniembarcaciones’, incluso los kites- se yuxtaponen, comprobamos que la empatía hacia estas realidades náuticas es muy fría, -que no cool-, y muy distante. La combinación ‘solo’, y ‘mini’ preocupa a los administradores. Hace años podía existir otra circunstancia detonante que habría hecho más explosiva esta combinación: la feminidad, pero hoy por hoy este factor, por suerte, parece superado, por lo menos por nuestros pagos.
La consideración positiva por parte de nuestra administración marítima, hacia la navegación en solitario, creo, no pasaría la prueba del algodón. Existen muchos prejuicios contra ella. Parece que digan ‘dejemos que hablen, pero no les dejemos hacer’. Un ‘sí, pero… no’, que refleja, de forma clara, la clásica dicotomía del ‘laissez faire versus paternalismo autoritario’. En este sentido opino que con los navegantes solitarios el talante náutico chirría ante los ojos administrativos. Y podríamos poner ejemplos sobre lo dicho, tanto en la actividad de la pesca deportiva, en la del kite, en el crucerismo a vela, etc.
Por suerte, en el mundo de las regatas de vela si una prueba náutica está reconocida por la autoridad deportiva correspondiente, la dejan hacer. Pero cargando todo el peso al responsable organizador de la prueba. Es decir, se aplica el laissez faire, a pesar de que a más de un funcionario le disguste la actividad que ha tenido que autorizar. A muchos les molesta que la gente salga a la mar y naveguen en solitario. Y no digamos si además navega en minúsculas embarcaciones.
Entre los aficionados a la náutica y a la pesca deportiva la práctica de salir solo es muy habitual. Puede que esto sea debido a una necesidad espiritual, de estar ‘contigo mismo’, en contacto pleno con el mar; o a una necesidad de costumbres, -por haber aprendido a navegar en pequeños botes individuales, y esto, supongo, crea carácter solitario a muchos navegantes- o por una necesidad pragmática, simple y llanamente porque en un momento determinado, uno no encuentra a nadie con quien navegar o pescar y ¡no por ello va a dejar de saborear el mar!
La moda en navegar solo, -aparte de ser una praxis habitual de muchos pescadores deportivos- empezó de forma sistemática con el atrevimiento de un estadounidense llamado Alfred Jhonson, que en 1876 cruzó el Atlántico él solo, en un pequeño bote de vela de 6 metros. Seis años más tarde, un compatriota suyo, Bernard Gilboy, salió, también solo, desde San Francisco y alcanzó las lejanas costas australianas. Y en 1895, este año se cumplen 120 años de ello, otro ‘loco del mar’, Joshua Slocum, dio la vuelta al mundo en solitario a bordo de su cutter, ya célebre, Spray.
Estos ejemplos evidencian que navegar solo y saber hacerlo bien, es simplemente una cuestión de afirmación personal. Esta circunstancia, a veces no es entendida. Algunos críticos señalan, de una forma algo timorata, que la gestión náutico-marítima la llevan funcionarios que nunca han navegado en solitario, o que solo han gobernado grandes buques, por lo que no conciben una navegación bajo mínimos y tienden a reprimirla.
Navegar en solitario no tiene límites. Ni los años, la fortaleza física, ni el sexo, impiden hacerlo. Lo cierto es que personajes de cierta edad, como fueron el inglés Francis Chichester o el español José Luis Ugarte, solo querían navegar solos, y lo hicieron por todos los océanos, dando incluso la vuelta al globo terrestre. También un desgarbado argentino, Vito Dumas, decidió mucho antes, en la década de los años cuarenta del siglo XX, cubrir en solitario los mares, allí donde solo habían navegado los grandes clippers, y burlar, con su atrevimiento, la ruta de los 40 rugientes. Con su osadía demostró que sí se podía navegar con un pequeño kecht por el temido océano Austral. La primera mujer que cruzó sola el Atlántico fue una tal Ann Davinson en el año 1952, a bordo del Felicity Ann, un velero de 6 metros; y las dos primeras mujeres solitarias en dar la vuelta completa al mundo fueron una polaca, Cristina Chojnowska y una neozelandesa, Noemi James, ambas por separado en el año 1978. Hoy en día en muchos países prohíben hazañas similares a sus mujeres, con leyes muy legales que reprimen sus inquietudes.
Puede que haya un exceso de paternalismo, o un desmesurado celo protector hacia ‘los administrados’. Existen muchas sensibilidades en contra de los solitarios en el mar. A algunos les gustaría prohibir este tipo de navegación. O poner las máximas trabas posibles. Son los que piensan que, si bien, no se prohíba explícitamente este tipo de navegar, que sea, eso sí, tácitamente postergado.
Soy de los que creen que quien navega en solitario, o en un minúsculo barco, es porque sabe muy bien lo que se hace. Cortar la temeridad ajena antes de tiempo no es bueno. Es una cuestión de madurez y sensibilidad. Nadie se monta en una bicicleta si no sabe mantener el equilibrio. Y nadie sube por un precipicio si no tiene un conocimiento básico en escalada, y nadie se tira de un parapente al vacío sin controlar este artilugio. Si alguien, sin dominar una práctica deportiva o recreativa, quiere vivir en la imprudencia, es que se trata de un simple o es un suicida.
Y estadísticamente no hay tantos tontos como estos. La mayoría de los que realizan actividades lúdicas de riesgo, entienden lo que se llevan entre manos.
Angel Joaniquet