Y si no que se lo digan a mi amigo José María. Más de veinte años de experiencia en el sector de la náutica dan para constituir un buen anecdotario, con clientes y clientes. Pasados los cuarenta, casado, con hijos, por fin parece haber alcanzado la estabilidad profesional que todos nos merecemos. Por fin creía que había llegado el día de abrir la náutica a una hora concreta y de cerrar cuando el reloj así lo indica; de tomar vacaciones seguidas, aunque fueran dos semanas, o de hacer fiesta el domingo. Pues no. Y menos ahora, que la náutica está como está.
Hace algunos domingos José María había decidido preparar la barbacoa en casa y recibir a unos amigos. A las diez de la mañana sonó el teléfono. La señora y los niños están bien instruidos y papá nunca está en casa pero ¡Ah! el teléfono móvil no perdona. ¡Maldito invento! Y más desde que los teléfonos señalan el numerito de quién está llamando y, si está memorizado, incluso el nombre de quién rompe la paz dominguera. Las tres primeras veces que sonó el móvil, con intervalos de no más de cinco minutos, José María no cogió el teléfono, pero a la cuarta decidió atender, no fuera cosa de que se tratase de algo verdaderamente importante. ¡Craso error! A Mariano no le arrancaba el fueraborda.
Primero le dio instrucciones por teléfono. Abre el aire, cierra el aire. ¿Has puesto el hombre al agua? Que sí a todo. Pero el motor no arrancaba. Visto que además de cliente Mariano es amigo y tenía un compromiso para salir ese día, José María decidió bajar al puerto a echar una mano.
A medio camino del puerto se dio cuenta que la tarjeta de acceso se la había dejado en la furgoneta; le tocaría pagar párking. También se dio cuenta que llevaba las zapatillas y el chándal que le habían regalado por el día del padre, en lugar del mono y los zapatones de trabajo. Si se ensuciaba, los niños y la mujer le iban a poner bueno.
Cuando llegó al puerto vio que de compromiso nada, Mariano estaba con los dos amigotes de siempre, con los que sale a hacer ver que pescan. El motor estaba ahogado de tanto girar la llave. Desconectó el conducto para que no entrase más gasolina, le dio al demarré unas cuantas veces con las palomillas del carburador bien abiertas para que entrase aire, limpió un poco las bujías y, después de mancharse el chándal y de mojarse los zapatos, el problema quedó resuelto.
“¿Qué se debe?” -preguntó Mariano, convencido de que no le iba a cobrar.
“¡Nada, nada!” -Le contestó José María, efectivamente, más fastidiado que otra cosa. No por no cobrar, sino por las molestias que le habían ocasionado en domingo, un día que él, pobre incauto, creía que era suyo, sólo suyo. Tal como está la cosa, no sólo le tocó trabajar en domingo, sino que, además, le tocó trabajar sin cobrar, a la espera y en la confianza de que Mariano ya pasará por la náutica otro día a comprar alguna cosa, aunque sólo sean unos metros de cabo para las defensas.
Pagó el parking del puerto, regresó a casa tarde, echó la ropa al cesto para lavar, escuchó los reparos de toda la familia y comieron. Pero ¡Ah! Hete aquí que a Gonzalín le empezó a doler la tripa a media tarde, porque mientras esperaba a su padre se había puesto bueno de patatas fritas, olivas rellenas, ganchitos y berberechos. Ya se sabe, cosas de chiquillos. Que era un empacho estaba clarísimo, pero padres no hay más que unos y José María decidió llamar al médico. Al médico ese con el que habían ido juntos a la escuela, a ese que le arregla los papeles del barco antes de cada verano, a ese con el que comen juntos cuatro o cinco veces al año, a ese al que cuando le llama en domingo acude raudo al puerto para arreglarle cualquier chorrada. ¡Coño! ¡A Mariano!. Como era de esperar, la reacción del amigo, de Mariano, no se hizo esperar.
“No me jodas, José Mari, que hoy es domingo. Avisa al médico de urgencias. Total, si el niño no tiene nada“.