Estos días han sido jornadas de estrella Michelin. En la zona donde asiduamente me muevo tenemos la suerte, o la desgracia, de que muchos restaurantes, para algunos incógnitos, escondidos y camuflados, a los que sueles acudir, de golpe les toca una estrella que los hace universales y dejan de ser recónditos.
De entrada, felicidades y enhorabuena a los galardonados. Es un justo reconocimiento para quienes hacen de la cocina la más apetitosa de las artes. Y se lo merecen. Pero los asiduos a estas casas de comidas, por necesidad o proximidad, egoístamente, en el fondo, nos molesta que a nuestro estimado restaurante le hayan otorgado una mención que le cambiará de por vida, e indirectamente, nos afectará a nosotros también.
Sabemos que nuestra estimada casa de comidas con una estrella Michelin ya no será la de antes, aunque te juren y perjuren que todo seguirá igual y que, a lo sumo, les estimulará para mejorar y que nunca olvidarán sus primigenias formas, por las que considerabas eran fabulosos y por eso te gustaba. Es posible. Puede que hasta mejoren. Pero la distinción del neumático universal provoca, sin lugar a dudas, un antes y un después a todo local gastronómico. A veces para bien, otras para mal.
Para el comensal que tenía a uno de estos restaurantes como su refugio culinario, ahora que ha estado elevado a la categoría de estrella, puede pensar que la distinción le va a provocar más de un problema. De entrada, ahora, para ir a comer de diario, lo tendrá más difícil. Las reservas se complicarán. Y allí donde ir a comer era un descanso y una desconexión rutinaria, ahora puede que ya no lo sea…
Es el precio del éxito. Y si el éxito es para un amigo, bienvenido sea. Pero a ti, en tú ego más egoísta, profundo e inconfesable, totalmente incorrecto, posiblemente hubieras deseado que este hecho de la estrella nunca hubiera ocurrido, y así poder disfrutar, sine die y anónimamente de este local que considerabas tuyo y divino. Y evidentemente estabas en lo cierto, era divino, ¡tanto! que así lo han reconocido.
El pescado más caro de España
Todo esto me evoca cuando hace unos años, el sibarita gastronómico José Carlos Capel, en un blog sobre comidas del diario ‘El País’, tituló un artículo, como aquel que no quiere la cosa, con la oración ‘El pescado más caro de España’. Y encareció y supervaloró, de esta forma tan simple, un producto. En este caso el protagonista fue un pescado, colorista, simpático y resbaladizo, por su mucosidad cutánea, que pulula por la costa norte del Maresme (Barcelona) y que aquí llamamos, ‘lloritos’ (en otras partes de España donde también aflora este pescadillo los llaman raó, galán o lorito). Verdaderamente es una rareza piscícola, y por este simple hecho ya podría costar lo que se quisiera. Pero desde la publicación de aquel post, en un blog de un diario de difusión internacional, a este pescado en concreto aún se le aprecia más, y para más inri, dado que solo vive en exclusivos parajes marinos, como la costa central catalana, en zonas arenosas de las islas Baleares y en la costa comprendida entre Palos (Cartagena) y Roquetas de Mar, en Almería, aún es más buscado.
Este pescadito de un palmo de longitud, con una espina bien definida, es realmente bueno si se sabe preparar bien, pero cuando se pescaba décadas atrás era tratado, a veces, como morralla, pues su pesca es muy selectiva y discriminatoria. Ahora no. Ya no es morralla. Ahora, el ‘llorito’, debido a su alto precio, provocado por una demanda injustificada y a la dificultad de obtenerlo, es una exquisitez lujuriosa. No toda la culpa de esta supercotización la tiene el pobre Capel. Él bastante tiene con buscar cada semana un tema culinario atractivo para encandelar a sus lectores. No. El aprecio por este pescadito también se debe a que objetivamente es de una finura de sabor excepcional, muy delicado (a veces en exceso, de aquí que tiempos antes del artículo de Capel, muchos no lo valoraban, por insulso, carne fofa y blanda). Y también, por qué negarlo, debido a que no reside en cualquier sitio y sus ‘caladeros’ son muy limitados, y su captura es difícil. Diríamos que es tremendamente artesanal. Se pesca de uno en uno, al volántil. Todo esto hace que sea costoso prenderlo. Por eso era, y es, un pescado muy propio de concursos de pesca desde embarcación, por la dificultad y la pericia necesaria para pescarlos.
Yo, el ‘llorito’ lo he comido desde adolescente. Incluso en el club donde estuve como delegado deportivo de pesca, recuerdo cómo cuando se abre la veda, -se organiza un concurso especial que tiene como nombre ‘la pesca del llorito’-, tras las capturas, nos los comíamos a la plancha (aunque la mejor forma de ingerirlo es frito con abundante aceite) y el resto se daba a beneficencia.
Recuerdo que nunca valorábamos el precio de este pescadito porque no lo tenía, y lo teníamos muy al abasto, ya que era un mero pasatiempo de pesca deportiva. Pero tras la publicación del mencionado articulito, la difusión mediática de las excelencias del ‘llorito’ hicieron cambiar sustancialmente su valor. Y su precio. Ahora, sin duda, después de las angulas, es el pescado más caro de España. Y puede que se lo merezca.
Algo parecido ocurre a veces con muchos restaurantes que tienen el honor de salir en la guía Michelin. Sin duda se lo merecen, y nos congratulamos, pero a sus asiduos comensales, con el subidón de la estrella, puede que vean que su estimado local pierde algo del valor que le habían dado, sobre todo el sentimental, el personal, en aras de un precio, y que sin duda ganará, gracias a los nuevos ‘neófitos comensales’. Como al simpático ‘llorito’.