El niño rió con ganas dándole la espalda al sol, había llegado ese viento del atardecer, el que se levanta cuando el sol se pone en el horizonte, igual que ocurre al amanecer con el viento solano. Padre le había explicado que el sol, al levantarse y al acostarse, tenía por costumbre soplar para refrescar sus sábanas, y él lo creía ciegamente; esperaba el día en el que pudiera llegar hasta el horizonte y levantar esas sábanas para ver la cara que pone el sol dormido. El barco, muy marinero, con una proa lanzada que podría definirse como elegante, había cogido velocidad, y avanzaba girando a babor en una curva suave hasta encontrase al viento de popa, momentos tensos que acababan resolviéndose con una trasluchada y un regreso a la circular singladura cuyo destino era el azar. Así una y otra vez, ante la mirada satisfecha del niño y el cabeceo preocupado del padre; así hasta que el barco atracó en un punto cualquiera de la laguna. El niño sacó su barco del agua y desató a la rana Barbaverde que comandaba la nave. Estaba orgulloso de su barco. Con su navaja, y ayudado por las láminas de la enciclopedia de la escuela, había tallado un casco de corcho similar al casco de una goleta; dos varillas de olivo sirvieron de mástil y botavara, y las finas planchas de madera de una caja de fruta se convirtieron en timón y orza. Con unos retales cortó un foque y una mayor, y un cabo de cáñamo estratégicamente colocado, limitaba el giro de la botavara a unos noventa grados.
El niño se quedó en el borde de la laguna, con el barco de corcho en las manos y los pies metidos en el agua, en silencio, junto a su padre que ya había pescado tres tencas: Padre, ¿Cree que algún día veré el mar?