Parece que la gran colonia de buitres leonados que habita en las escarpadas paredes de roca calcárea ha comenzado su enésima rebelión, y una rebelión de buitres leonados complica mucho la vida: Son grandes, son poderosos y son muchos, y cuando se ponen bobos el resto del ecosistema sufre. Ha sido un vencejo el que ha traído el mensaje; un vuelo de ochocientos kilómetros para decirme que los buitres se han vuelto veganos, han dejado de comer carroña y acosan a las especies carnívoras para que se unan al movimiento.
Según me cuenta el vencejo, el campo huele a muerto, el agua a podrido, las águilas pescadoras no tienen apenas fuerzas para volar, las rapaces están huyendo, las nutrias están famélicas y los conejos, lagartijas, barbos, carpas, pinzones y decenas de especies que eran controladas por los depredadores, han crecido tanto que no tienen alimento suficiente para subsistir. Los buitres veganos los vigilan y les impiden salir de una zona de veinte mil hectáreas, obligando al gato montés a comer espárragos trigueros y a la golondrina a picotear bellotas. Esta situación requiere toda mi atención para volver a poner las cosas en su sitio. Como siempre, como ya ocurrió antes, como cuando decidieron cantar gregoriano día y noche provocando la infertilidad de cientos de ciervos en época de berrea, o como cuando volando en círculo crearon una sombra sobre el antiguo río para evitar la fotosíntesis de las algas. Tocapelotas, eso son estos jodidos buitres del pantano de Aljafe. Unos tocapelotas que solo atienden a los disparos de mis cañones de salva cargados de chorizo extremeño, botillo leonés y carn d’olla de Nadal. No hay otra. Por ese motivo vuelvo, para aplicar mis conocimientos, devolver el equilibrio y, de paso, pintar La Galápaga.
Hasta pronto
Arístides Montoya