— ¿CuÁando vAmOoos A TEnErrr esA fiEestA? ¿EH, CAbrÓÓn? Tee diJE Unn mEEs.
Me levanté e intenté quitarle importancia saliendo hacia el pasillo con tranquilidad. Un fuerte empujón me empotró contra la pared haciendo caer una horrorosa lámina de temática pastoril enmarcada en marco de aluminio, de las que se suelen colocar sin criterio en los pisos alquilados con muebles. Obcecado me giré y ensarté a Raúl por el cuello con el afilado inglete de una de las varillas de aluminio. Ni que decir tiene que murió en el acto dejando un enorme charco de sangre sobre la ajada alfombra del pasillo. Estuve quieto delante del cadáver durante un tiempo que me pareció eterno, aunque no debieron ser más de unos segundos, luego comencé a temblar y a sentir frío. Tenía tiempo, por aquel piso no aparecería nadie, eso seguro; recogí toda mi ropa, hice la maleta, limpié mis huellas de la varilla con un trapo, dejando las del resto del piso tan panchas, los nervios; con el mismo trapo manchado de sangre abrí la nevera y mezclé todos los alimentos, arranqué el inventario de alimentos del corcho y me lo metí en el bolsillo, fregué la loza evitando dejar rastros de saliva con ADN, cuánto daño hace el cine; y al ir a recoger mis herramientas de modelismo caí en la cuenta de que hasta el mes de julio nadie se iba a dar cuenta de que Raúl había partido lejos. No tenía amigos, ningún compañero de facultad se había aventurado hasta entonces a pasar por el piso, si es que sabían dónde estaba, los profesores no estaban para chorradas y muchos alumnos dejaban los estudios sin dar más explicaciones. Sus padres nunca llamaban, e ingresaban el alquiler directamente al propietario, además le ingresaban cada mes una aceptable cantidad de dinero de la que yo podía disponer a través de su tarjeta, hacía tiempo habíamos coincidido en la compra semanal y tuvo que sacar dinero en efectivo, 6666 es una contraseña muy idiota. Si me iba tendría que dejar el curso y mi futuro se iba a tomar por saco. Decidí que tenía que tomármelo con calma y pensar en cómo deshacerme del cadáver antes de fin de curso; cinco meses por delante. Poca sangre le quedaba a Raúl, pero de todas maneras lo puse en la bañera boca abajo mientras recogía la alfombra y limpiaba el suelo. Exangüe el muerto, vi que tendría que refrigerarlo para que no oliera, mejor aún, congelarlo, pero entero no cabía en la nevera y, además, pensar que tendría que tener los yogures y la verdura con él allí apretujado no me hacía gracia. No, no podía congelarlo ya que, al sacarlo del congelador para deshacerme de él, los cachitos enseguida apestarían; o un inconveniente corte de luz, ¡vete a saber! Era muy arriesgado. Había que secarlo, como el jamón, momificarlo a trozos pequeños; Sí señor, aprovecharía el pequeño invernadero de la terraza, bien aireado y en el que sería fácil crear un clima seco. Con el carro de la compra me acerqué al supermercado y compré treinta quilos de sal en paquetes de a un kilo. La cajera, que ya me conocía, me miró de abajo para arriba arqueando las cejas, interrogante.
—Es para enfriar la bebida —dije—. Doy una fiesta…Ya sabes… hielo y sal.
—Grande…una fiesta muy grande…—murmulló ella.
A la mañana siguiente falté a clase. Raúl aún no olía y gozaba de un espléndido «rigor mortis» que me facilitó la tarea. No quería ir de ferretería en ferretería comprando herramientas, así que tiré de las pequeñas sierras de modelismo y de un cúter, eso me demoró más de lo que pensaba y a medianoche salé los últimos trozos, básicamente casquería limpia, que ya desprendían un leve aroma. Pero, por fin, acomodé al muchacho suspendido de los alambres del invernadero y pude regresar a la escuela.
Los quince días siguientes, además de disfrutar de una maravillosa paz y presentarme en una fiesta con una caja de whisky pagada por mí …bueno…por la tarjeta del finado, medité en la manera de quitarme a Raúl de encima para siempre. La solución vino, como casi siempre, cuando ya tenía yo el culo apretado porque el tiempo iba pasando; fue el profesor de «Técnicas de calafateado en la Edad Media» el que, siendo yo un alumno de mérito, me propuso hacer, como trabajo de graduación, un modelo en sección del «San Juan Nepomuceno», un navío español en línea, de setenta y cuatro cañones, que fue apresado en la batalla de Trafalgar por la escuadra de la pérfida Albión. Se trataba de un modelo en sección que mostrara con detalle las tripas de la nave, y que sería expuesto en el museo durante dos años. Entusiasmado acepté, y no solo acepté: ofrecí hacer un modelo más grande y más detallado de lo que jamás se había hecho, un modelo para exposición permanente en el museo, a condición de poder trabajar algunas fases en casa y, si el resultado entusiasmaba, un trabajo en el museo en cuanto obtuviera el diploma. El profesor era un cacho de pan, y aceptó, no sin antes reunirse con la directora del museo.
La eslora del navío había sido de 54,48 metros y, para poder integrar toda la mojama de Raúl, yo necesitaba un buen féretro, así que me puse a trabajar en un modelo a escala 1:20; con eso me salía una eslora de dos metros y setenta centímetros y el espacio suficiente para disimular el hueco que ocuparían los trocitos amojamados de Raúl. Trabajé sin contar las horas ni los tránsitos entre la noche y el día, además tenía que asistir a clase, estaba agotado y se me notaba en la cara, pero estaba apasionado con el proyecto y, poco a poco iba avanzando. Al fin pedí un permiso especial para poder ensamblar todo el modelo un domingo de finales de mayo. El museo estaba abierto y los visitantes llegaban poco a poco, yo estaba absolutamente solo en los talleres. Acomodé a Raúl en su lugar, lo sellé, y rematé el montaje con el arbolado del navío. Ni que decir tiene que mi modelo fue la sensación del año. Me gradué con matrícula de honor y el museo cumplió su palabra, me hicieron un contrato de seis meses, luego indefinido. Había cumplido mi sueño. Dejé el piso tras una concienzuda limpieza y sin que nadie hubiera reparado en mí; alquilé una habitación cerca del museo y dos años después alquilé mi propio piso.
Raúl estuvo conmigo, expuesto en el museo, durante seis largos años; incluso llegué a hablarle en ocasiones. Lástima de la crisis, la maldita crisis que ha dejado la cultura en precario. Y, como siempre, apaleando a los más débiles; lo primero fue reducir el equipo de limpieza; al poco, mantenimiento sufrió un tajo de consideración que se notó mucho, por el aspecto dejado que adquirió el edificio; por último decidieron no renovar la contrata de control de plagas, pensando en sacar un nuevo concurso público por el método de subasta. Y así hasta que, con el deterioro, un buen día una rata se presentó delante de la chica de la taquilla con el índice y el pulgar de Raúl en la boca.
Ahora dispongo de veinte años y un día para hacer todas las maquetas que quiera…y también enseño modelismo a violadores, asesinos, políticos y empresarios.