Cada verano atravesábamos ese abismo subidos a una carretera gris y estrecha, con desgastadas líneas amarillas, descansando de fuente en fuente y haciendo olas con los brazos asomados por las ventanas abiertas del coche.
Recuerdo el sabor del bocadillo de tortilla francesa en aquellas largas tardes de playa en Gavá, y los argumentos de mi padre para convencerme de las ventajas que su estilo, al que llamaba de media braza y consistía en nadar de costado, tenía sobre el croll. ¡Qué iba a saber mi padre! ¡Si yo ya tenía once años! Mi madre, que aprendió a nadar en la piscina de Montjuic cuando la República, sonreía y callaba mientras se embadurnaba de nuevo con Nivea. Por supuesto, papá y yo no nos pringábamos con semejante guarrería, que en aquellos tiempos los hombres nos poníamos morenos a vivo sol, sin mejunjes ni zarandajas. Y regresábamos a casa con la fresca, planeando el viaje al pueblo con detalle y mimo, con tanta precisión como si se tratara de la invasión de Polonia. Pero gracias a aquellos inacabables viajes de dos días sin aire acondicionado conocí en profundidad los enormes entrecots de Calatayud, el Monasterio de Piedra, el Parador Nacional de Santa María de Huerta, las truchas del nacimiento del Jalón (en Esteras de Medinaceli), el sentido de las fronteras (siempre parábamos en el letrero que dividía Soria de Guadalajara y yo saltaba de un mundo a otro, y ambos eran iguales), la Puerta de Alcalá, la cerámica de Talavera y las bendiciones de un buen sueño viendo el sol ponerse frente a ti.
Mi padre, con su gran sabiduría, consiguió un pequeño bote de vela, con mástil extraíble, orza y mayor (sin foque), pertrechado con dos hermosos remos. De dónde lo sacó, no lo sé; una mañana apareció sobre la furgoneta de un gitano. Lo bautizamos como «Peregrina», el nombre de la goleta de Gregory Peck en «El mundo en sus manos», y debido a la falta de viento en los veranos del Tajo y a las fuertes corrientes del río tuvo una vida marinera breve, retirándose como arriate para plantas suculentas en el jardín de casa. La colchoneta hinchable de lona, azul por un lado y grana por el otro, se impuso, como siempre, manteniendo viva esa extraña relación, casi erótica, que se expresaba a través del bombeo rítmico de mi pie sobre el pedal de la bomba de aire a la sombra de uno de los arcos romanos del derruido puente de Alconétar.
Mañana tras mañana, mis padres, dos amigos míos deseosos de aprender a nadar, y que luego no vieron el mar hasta principios de los ochenta, y yo, junto a no más de diez paisanos más tomábamos el puente romano, y el Tajo todo, como playa fluvial cuando ese concepto aún ni se esperaba. Jaime y Leandro atendían mis instrucciones en un recodo tranquilo, lejos del caudal principal, y puedo decir que aprendieron a nadar. No fue por mí, eso seguro, pero de algún modo comprendieron que si no te pones nervioso no es tan fácil ahogarse en una charca tranquila. Mientras mi madre, junto a otra madre y una señora sin hijos repasaban con crema bronceadora la piel que quedaba fuera de aquellos rígidos bañadores, mi padre y otros hombres se retaban para ver quién cogía más mejillones. Sí, entonces, antes de embalsar el Tajo, el Alagón y el Almonte y convertir el pantano de Alcántara en el mayor de Europa, había mejillones de río; unos mejillones tamaño extra que se cogían para dilucidar quién era el macho alfa de los turistas; mi padre jamás planteó la posibilidad de una vinagreta o un arroz.
Fue entonces, una mañana, no recuerdo el día pues todos eran iguales, calurosos y con un sol de Dios, cuando al otro lado del río, en un lugar poco accesible, lejos de la estación de tren de Río Tajo, se vio brillar un coche. ¡Qué raro! se comentó, Nunca he visto un coche ahí abajo, dijo un hombre. A ver cómo sale luego, dijo una madre. Serán extranjeros que van por el mundo sin cabeza ni modales, sentenció otro hombre. No eran puntitos, eran un hombre y una mujer, pero muy lejos. ¡Joder! ¡Que se están metiendo en el agua! Grito mi padre, un hombre nada proclive a dejarse llevar y soltar obscenidades y blasfemias. Y efectivamente, al poco rato era evidente que aquella pareja del otro lado lo estaba pasando mal, la corriente los arrastraba, ellos movían los brazos desesperados y, como les cogiera alguno de los peligrosos remolinos por los que el Tajo era temido, ya podían dar por terminada la función.
Un señor cogió la colchoneta y se fue alejando de nosotros; con constancia atravesó el río y se puso junto al matrimonio, pues se trataba de un matrimonio belga, estaban agotados y les cedió la colchoneta mientras agarrándola del almohadón salió de la corriente y nadando a media braza llegó a la orilla, salvando a los imprudentes extranjeros. Se convirtió en héroe de un día y hasta salió su foto en el periódico local. Tardé unos meses en asimilar que aquel señor era mi padre.