Mes y medio más tarde, en un punto perdido del Pacífico, fuimos abordados por tres helicópteros estadounidenses y desembarcados en una isla perdida. Aquello era una amenaza de bomba, nos dijeron. De lo que pude enterarme, deduje que los servicios secretos americanos habían interceptado un mensaje terrorista y que expertos en explosivos revisarían el yate de arriba abajo. Dos fragatas de guerra venían hacia nuestra posición y, con la banalidad propia de algunos multimillonarios, el magnate y sus invitados hicieron montar un campamento en primera línea de playa. Bajaron sillas, mesas, literas, vajillas y víveres, y se instalaron cómodamente con sus smartphones listos para grabar la voladura del yate, de los expertos en explosivos y de los perros adiestrados. A mí me enviaron con un carro lleno de champán, bolsas de hielo y sal a un arroyo que había tras una loma, y con órdenes de no moverme de allí, refrescar las treinta botellas en alguna umbría del arroyo y estar preparado para enfriarlas a tope con hielo y sal, la dichosa segunda ley de la termodinámica, en el momento preciso en el que se me demandara. Cayó la tarde sin que nadie se hubiera acercado a pedir bebida y, con el cielo aún plomizo y un hambre canina, me asomé a la playa. No había nadie, ni magnate, ni invitados, ni tripulación, ni helicópteros, ni barco. Falsa alarma, supe después, pero ¿y yo qué?
Con el tiempo averigüé que los contratos de parte de la tripulación, la menos especializada, eran papel mojado, no se habían dado de alta en la Seguridad Social, y, al percatarse del olvido, el magnate decidió callar como un muerto. Pero yo me pasé año y medio alimentándome de bayas y cangrejos crudos, pensando en morir tirado en medio del Pacífico. He de reconocer que el primer mes estuvo bien, el champán era excelente, y la botellita diaria caía. Además ese consumo daba pie a actividades lúdicas y manuales; el primer día cogí una hoja de mi libreta de comandas y escribí: ¡Socorro! He naufragado en una isla desierta. ¡Por favor, ayuda! Enrollé la hoja en un canuto, lo metí dentro de la botella de champán y, cuando a mordiscos logré rebajar el grosor del tapón de corcho para volver a introducirlo en la boca de la botella, la lancé al mar. Aquella actividad la convertí en costumbre y durante un mes me bebí una botella de champán al día acompañada por unos cangrejitos mientras miraba el horizonte; luego ocupaba la tarde en pensar el mensaje, escribirlo, roer el tapón y tirar la botella en el momento de la puesta del sol. En aquella cala tenía todo lo que necesitaba, agua dulce, bayas y frutos suficientes y una provisión interminable de cangrejos, así que en prevención de un posible accidente por curioso, y sabiendo que el yate y los helicópteros habían llegado por allí, por el oeste, no me moví del lugar en año y medio, hasta que me rescataron.
En la última botella de champán introduje todas las hojas que me quedaban en la libreta hechas bolitas, el bolígrafo, de una marca de bebidas, y una nota: Hasta los cojones de esperaros. Entre la primera botella y esta última había de todo, unos mini barcos de papel, un botón de la camisa, una estrofa de Mediterráneo de Serrat, unas mini pajaritas de papel, una receta imaginaria de Cangrejos a la tu puta madre, y cosas así. Pero llegó el día en el que se me acabó la distracción y me di cuenta de que mi barba era espesa y mi ropa, que se estaba desgastando, olía a cangrejo podrido. Por si el rescate llegaba, algo que dudaba hora sí hora también, pasé a la fase en pelotas: Me quité la ropa, la aclaré bien en el agua dulce del arroyo, la dejé secar y la guardé en el carro, ya vacío, por tener algo decente que ponerme cuando la fortuna quisiera venir a rescatarme. No es que quedarme desnudo no fuese una buena idea, que lo fue, es que al principio debí tomar precauciones y no lo hice, por lo que tras un día haciendo de Tarzán a pleno sol mi piel estaba en carne viva. Tardé una semana en volver al aspecto original, semana en la que no probé ni un cangrejo, solo bayas cogidas a la sombra del arroyo.
Supongo que llevaría ya unos tres meses en Sa Merda: Sí, sentí la necesidad de bautizar a la isla, y como mi familia es originaria de Menorca…Decía que llevaba unos tres meses allí cuando se me ocurrió marcar una línea diaria sobre una losa de piedra negra, grande y muy plana, un calendario que me diera una idea del transcurso del tiempo, pero a los cuarenta y cinco días, histérico, cogí una roca y reventé la losa. Cuando ya le hablaba a los cangrejos antes de masticarlos apareció un barco, un velero que, aunque no se acercara a tierra, estaría en mi línea de visión un buen rato. Salí corriendo hacia el montón de leña que había estado acumulando para ese momento, soy previsor y pienso con cierta coherencia. Junto al montón de leña me puse a saltar y a gritar como un energúmeno intentando atraer la atención de aquellos navegantes. Mis esfuerzos por hacer fuego con palos o piedras nunca dieron frutos, así que la única utilidad del montón de leña era marcar el lugar donde más posibilidades tenía de que me vieran. El velero pasó de largo y esa noche lloré.
Pero todo tiene un fin; en mi caso el rescate o la muerte, y fue el rescate. Un yate alquilado por una conocida actriz francesa fondeó frente a mi playa y bajaron a tierra. Al verme hicieron un gesto como de regresar al yate, aunque al escucharme gritar en inglés empezaron a reírse a carcajadas y llegaron a la arena, creí que la risa era por mi acento, pero miraban por debajo de mi ombligo, olvidé vestirme para la ocasión, debí parecerles un ser prehistórico. Fueron muy amables, exquisitos; incluso, para celebrar mi regreso a la civilización descorcharon varias botellas de champán. Me entraron náuseas, aun así bebí un sorbito. Durante los dos meses siguientes hice lo posible por volver a la normalidad, fue imposible, pero saqué un buen dinero inventando la historia de mi naufragio. No quise denunciar al magnate, era mucho magnate y me daba miedo que hubiera repercusiones, así que lo que salió en los medios y la realidad se parecían como se parece un huevo a una castaña.
Arco, la feria de arte contemporáneo. Arco fue la puntilla. Allí, en la portada del periódico, el titular era: Arco abre sus puertas con la obra de Thomas Inn, el nuevo gurú del arte contemporáneo. Y en la foto mis treinta botellas de champán colgadas de una estructura de palés, y los papeles, las pajaritas, el botón y lo demás esparcidos al tuntún por los cordeles de los que colgaban las botellas. El pie de foto decía: El arte de naufragar, obra de Thomas Inn valorada en 300.000 euros. ¿Hasta qué continente habrían llegado mis botellas surcando los mares? Por supuesto que me planté en Arco para ver la obra y para sacarle algo de pasta al tal Tomasín. Hablar con él no fue difícil, yo era un náufrago conocido y la organización rápidamente concertó un encuentro con la prensa. Si establecía una mínima relación con él sería fácil verlo a solas y explicarle lo de mis botellas de champán y mis notas; cualquier calígrafo podría verificar la autenticidad. Creí que eso valdría al menos cincuenta mil euros.
Thomas Inn explicó con detalle cómo navegando con unos amigos por el Pacífico habían fondeado en una de esas islas que están lejos de las rutas habituales y que casi cada mes recibe a algún navegante que quiere disfrutar de una hermosa playa de arena blanca sobre la que se precipita una bella cascada de agua dulce. Al desembarcar en la playa vio amontonadas junto a unas rocas las treinta botellas de champán con sus mensajes y sus cosas, y se le ocurrió la obra. Al llegar a este punto yo estaba rojo de vergüenza, la corriente había llevado todas las botellas al otro lado de la isla, a apenas un par de kilómetros, y yo, imbécil, por no tener un traspiés o accidentarme, no me había movido del lado oeste. ¡A ver quién tenía cojones de contarlo! ¡Yo, no! Pasar por el náufrago más estúpido de la historia no entraba en mis planes.