Cinco años, pensó Manuel, cinco años dejándome los cuernos en este proyecto. Uno de los hitos de la humanidad, seguro. Una inversión escandalosa para que yo sea el primer humano que navega libremente por el abismo oceánico con una autonomía de diez horas. Cientos de científicos involucrados en el desarrollo de una sonda de profundidad que acopla una nave submarina capaz de llevar un piloto humano, y esta, a su vez, porta cinco drones multitarea que pueden trabajar en un radio de doscientos metros de mí posición. La releche de programa científico para que un grupo de políticos tarados se emborrachen una noche y un resentido con Star Trek bautice el programa como «The final frontier» y un desperdigado mental llame a la sonda Hellevator, una mierda de fusión extraña que parece decir «Ascensor al infierno». Vamos, como para dar ánimos. Supongo que, con el alcohol y las tonterías, el resto de los representantes del pueblo se pusieron a parir ideas y acabaron por llamar a la nave autónoma «Blind Hawk», halcón ciego, y a los drones «Fleachasm», algo así como pulgas del abismo. Imagino que el haber aprobado el chorro de millones del proyecto les da derecho a desbarrar con lo anecdótico, no se lo discuto, pero por los porcentajes de participación en el proyecto podrían haber usado también el chino y el español, no sé, «Sardina abisal», «Garrapata remojada» o cosas así. Pero vamos a lo nuestro, que es la hora.
— Atención arriba. ¿Me escucháis? Un minuto para desacoplar.
En la vertical del «Hellevator», los miembros del buque científico francés «Sirène noyé» contenían la respiración.
El interior del «Blind Hawk» era cómodo, y como indicaba su nombre era ciego, no había ventanas ni cámaras que enfocaran el exterior; Manuel veía una realidad virtual que reproducía exactamente el mundo que le rodeaba, recreada por miles de sensores. La sensación era la de estar suspendido en medio del océano.
…tres, dos, uno, suelta. Y a un gesto de su mano izquierda quedó libre del anclaje y comenzó a moverse hacia el sureste. Nada le sujetaba al buque, si algo iba mal no habría rescate, pasadas diez horas moriría. Para no pensar se centró en todas las tareas que debía realizar. Sobrepasó la grieta de lava, contenida por la presión del océano, y vio un ser vivo. Saber de qué especie se trataba no era tarea suya, para él era tan solo un gusano luminiscente horroroso; su misión sí consistía en capturar ejemplares vivos, y de eso se encargaban los drones.
— ¡Venga pulgas, a trabajar!
Las cinco «Fleachasm» se desprendieron del submarino y desplegaron sus tres colas, con las que podían desplazarse por el suelo marino o usarlas como hélices.
Todo va bien, pensó Manuel, Como en las simulaciones. Con estos cacharros vamos a abrir un nuevo libro en el conocimiento de este jodido planeta; y yo saldré en los libros de historia. Voy a tener que buscar pareja y formar una familia. No me apetece un pijo, pero sino quién coño dirá en el futuro: ¡Mira, ese que estudias en los libros era mi abuelo! Vaya, ese sí que es feo, dijo en voz alta, al ver a su derecha un cabezón semitransparente que además de prognatismo y ojos de sapo, arrastraba un cuerpo flacucho y deshilachado. A por él, dijo, y un gesto de su mano dirigió a uno de los drones hacia el animal, que fue cazado limpiamente e introducido en un recipiente especial que mantenía la presión atmosférica y las condiciones para el mantenimiento de vida.
Ya empiezo a estar hasta las pelotas, y solo llevo cuatro horas. Esto es monótono de narices. Los profesionales que manejen esto en el futuro tendrán que estar hechos de una pasta especial. ¡Vaya coñazo! Oscuro, oscuro, oscuro y oscuro, y una mierdecilla de bicho cada hora. Otro más. Mira, este es rosa. Se acerca. ¡Joder! Pues es grande. ¿A ver? Manuel hizo un movimiento de dedos y aquel animal quedó escaneado y medido. Un buen espécimen, esto no cabe en ningún lado. Dos metros y medio de largo por uno de ancho, y plano como una crepe. Es una jodida sábana abisal, rió Manuel, por si hace frio fuera.
La sábana, como casi todo allí abajo, era traslucida y emitía toda ella una luz tenue, rosada. De una de las esquinas salió un fogonazo de luz azul, un punto brillante que duró apenas un segundo.
— ¡Vaya! La cosa esa quiere fiesta —Y Manuel le soltó un destello de luz blanca al que aquel ser respondió con dos—. ¡Ay va! Pues toma otros dos —Uno, un segundo de espera, dos, dos segundos de espera, tres, tres segundos de espera y un, dos, tres, cuatro, cinco y seis, la suma de los anteriores, fue la contestación—. ¡No puede ser! ¡Eh! Los de arriba, aquí…Nada, nada, es igual. Mejor me aseguro, pensó.
Manuel emitió una secuencia: dos pulsos seguidos, un segundo de intervalo, tres pulsos seguidos, dos segundos de intervalo, cuatro pulsos seguidos, tres segundos de intervalo y un pulso de luz de seis segundos.
La sábana rosa se abrió delante de Manuel y empezó a emitir puntos de luz: 1, 6, 1, 8, nada, 3, 3, 9, 8, 8…
— ¡Joder! Es ɸ, el número áureo —Manuel se puso muy nervioso—. Es imposible —Y con las manos temblorosas marcó π: 3,1,4,1,5, 9, 2…
6, 2, 8, 2, 10, 18, 4…fue la respuesta.
Aquella cosa era inteligente, no cabía duda; Manuel, pasmado, la miraba incrédulo con cara de besugo. Lo que fuera aquello, de repente se estiró, se alargó como un chicle, se enroscó mostrando la forma de una espiral de Fibonacci de neón rosa y se puso a bailar delante de la cápsula submarina.
—Pues yo…pues yo…Yo soy Manolo.