El gerente y el director comercial de Celtamedical S.A. me recibieron en el aeropuerto de Santiago de Compostela, eran dos ejecutivos al uso, encorbatados, melosos y ligeramente estirados, pero agradables. Durante el trayecto en coche hasta la central de la empresa, en Melide, fueron exageradamente halagadores, empalagosos, y al llegar al alojamiento, una preciosa casa de huéspedes en el camino de Santiago, la dueña me recibió con una copa de vino excelente y un pincho de pulpo a feira. Al día y medio ya quería irme, los asistentes a las conferencias no tenían el más mínimo interés en el tema, el gasto en percebes y cigalas de tamaños que yo no creía que pudieran existir debió ser de escándalo. Pero me habían reservado un día de pesca en las islas Cíes para el sábado y el vuelo de regreso estaba cerrado para el domingo. Bueno, pensé, ya puestos, Solo un día más…y su material cumple con todas las especificaciones, Si ajustan el precio ¿por qué no?
Zarpamos del puerto de Vigo temprano, a eso de las siete y media. Además de los dos directivos y yo, había una mujer muy atractiva, Sandra, el capitán y Manolo, un marinero viejo, amojamado y quejica. Quisieron convencerme de que Sandra era prima de uno de ellos, pero yo tenía claro de qué iba el asunto; bueno, pensé, quién sabe. La mañana era brumosa y enfilamos el paso entre La isla de Faro y la de San Martiño sin apenas visibilidad, tan solo se adivinaba un mercante a estribor.
— ¿Vamos muy lejos? —pregunté.
— A unas cuantas millas —respondió el capitán—. Donde la caballa es segura y el radar nos diga amén.
Nos pusimos a preparar las cañas, dos por cabeza sin contar al capitán. Había una nevera llena de gambas o algo parecido, era el cebo; que yo pensé que casi mejor comérselas y no tirarlas al mar para pescar caballa. Sandra me daba conversación, hablaba del tiempo, de que la bruma se disiparía en un rato y haría un día espléndido, también de la crema solar y de la importancia de cuidarse la piel, así que decidí abrir una cerveza para intentar desviar la atención del escote de aquella prima de alguien.
—No, no. Deje esa cerveza —Era Manolo, el marinero—. Eso es una bazofia, yo tengo algo mejor. Y metió el brazo en un hueco invisible que había al lado de la radio sacando una botella mugrienta con etiqueta de sidra espumosa.
Viendo mi cara de espanto, el capitán dijo: Hágale caso y tome un trago. Posiblemente sea el mejor orujo de toda Galicia. Rico era rico, pero me arañó las entrañas con fuerza. Mientras, aparecieron rayos de sol entre la bruma.
Media hora después el motor se paró.
—Mira —dijo uno de los directivos señalándome el radar—. ¿Ves esa mancha? Es un banco de caballa.
Salvo Manolo, que lanzó sus cañas por la amura de estribor, los demás la tiramos por la popa. Curiosa sensación la de ver cómo el sedal baja y baja lastrado por el plomo en un viaje interminable, hasta que plas, se para a cuarenta metros de profundidad. Te intentas acomodar para entretener la espera y suena el cascabel: Han picado. Y la cosa se convierte en un venga a subir peces que no acaba nunca. Yo estaba alucinado, nunca antes había pescado, ni en río ni en mar, pero tenía la idea de que era un aburrimiento. Con una nevera llena de pesca nos tomamos un respiro, cerveza y patatas fritas. Cuando uno de los directivos se empeñaba en explicarnos una proeza de juventud con un pez vela, la niebla volvió a envolvernos.
— ¡Qué raro! —dijo el capitán.
—No señor. Esto no tiene que pasar. No señor. Cagonlaputa —rechinó Manolo contrariado.
Movimos el barco un par de millas sin salir de la niebla, hasta que el capitán paró los motores de nuevo. Es muy densa, dijo, y aquí hay mucha pesca, No tomarán el sol hoy, pero se divertirán. Y nos divertimos, ya lo creo, entre vinos y cervezas, sacando peces de especies que yo desconocía y, con ese ambiente de intimidad que da la bruma densa, rozando más de lo debido la piel de Sandra, yo me lo estaba pasando de miedo.
—Manolo ¿Qué es esto? —Le enseñaba un pez y él me respondía con desgana: ¡Un pez cinta de la mierda!, y cosas así.
El vaivén del barco y el alcohol tenían a los directivos amodorrados. Sandra, sentada en popa agarraba una de las cañas y me miraba con expresión de besugo boquiabierto. Otro cascabel, y lo subí.
—Manolo ¿Qué es esto? La pata de un pulpo ¿No?
—Es un…¡Tire eso al mar! ¡Coño, que lo tire! —gritó al ver la pata de pulpo—. Capitán, en marcha, rápido.
— ¿Qué coño te pasa? —Le dijo el capitán.
Manolo ya había llegado hasta mí, despejando con sus gritos las cabezas atontadas de los demás. Agarró la pata, la sacó del anzuelo y la lanzó al mar.
—El Sugaventos, capitán. Es el Sugaventos.
El capitán, Sandra y los dos directivos se echaron a reír con ganas. Yo no entendía nada, Así que abrieron otra botella de vino para explicarme qué era un Sugaventos mientras Manolo maldecía al capitán, a su madre, a Dios y a un sinfín de familiares de los allí presentes. Al cabo entró en la cabina y se encerró.
—El Sugaventos —dijo el capitán— es el chupa vientos, una leyenda de marinos que se remonta a vete a saber cuándo. Yo la he oído de siempre, y mi padre, y mi abuelo. Es un demonio marino que se alimenta del aliento de los hombres de mar. Cuando hay cualquier desgracia, antes de buscar una causa razonable, se la cargan al Sugaventos. Es una manera ancestral de no asumir responsabilidades, y muchos aún creen en ella, como Manolo, que es de familia de marinos desde lo del diluvio universal. Mucho mar y poco seso, pero ya quedan pocos como él. Y esa pata no era de pulpo, no tenía ventosas y ese color ceniza no es de pulpo.
Sandra sirvió otra ronda de ribeiro y volvimos a echar las cañas. El asunto del concurso público volvió a salir y fui dando fintas con la maestría del beodo, pero sabiendo que se lo iban a llevar ellos. Había que mantener las apariencias. Hablábamos a gritos porque yo me había instalado en proa, en el puesto de Manolo. Mis dos cañas y las dos de él sonaron a la vez.
— ¿Habéis visto? Como el sastrecillo valiente. Siete de un golpe.
Desde popa unos enormes ojos con la esclerótica rosada y las pupilas negras muy dilatadas me miraban fijamente. Sobresalían de una gran masa blanda y gris. Una corona de brazos rodeaban los ojos, y bajo aquél ser abominable asomaban las piernas de Sandra. No había nadie más en cubierta. Se me doblaron las rodillas, caí sentado y noté como mi entrepierna estaba mojada. Aquella cosa se irguió sobre cuatro de sus brazos, dejando un charco de sangre y el cuerpo decapitado de Sandra. Yo tiritaba acurrucado junto al ancla. El monstruo, sin dejar de mirarme se metió en el puente y lo vi bajar a los camarotes. Los gritos no dejaban lugar a dudas, oí seis disparos, alguien debería llevar una pistola, el capitán supongo, de golpe se hizo el silencio y Manolo salió a cubierta con un machete, la bestia lo siguió y se enzarzaron.
— ¡Sugaventos hijoputa! —gritaba—. Te llevaste a mi padre, cabrón, y ahora te voy a joder.
Un instante después todo había acabado. Manolo y el animal cayeron abrazados por la borda y se hizo el silencio. No sé cuánto tiempo transcurrió antes de que yo tuviera el valor necesario para hacer algo, pero logré hablar por radio con alguien. Miré abajo y aparté la cabeza, era una carnicería.
Creo que soy un hombre bastante templado y no creo que me suicide, pero pasarme aquí el resto de la vida acusado de cuatro asesinatos va a ser duro. El cuerpo de Manolo no ha aparecido. Y la judicatura no parece tener al Sugaventos en mucho valor.