Luego me llevó a la heladería y pedimos dos copas especiales, de tres bolas. La mía tenía chocolate, vainilla y nata, mi combinación preferida, y la de papá llevaba bolas de fresa, turrón, y café, y un líquido color caramelo que olía igual que el whisky que había en casa.
—Este verano —dijo— nos vamos a hacer expertos en castillos de arena. ¿Qué te parece? —Yo asentí mirándolo con los ojos abiertos como platos—. Aprenderemos a hacer castillos tan grandes como los de esos señores que hacen esculturas en la arena. ¿A que sí? —Yo seguía moviendo la cabeza arriba y abajo con una sonrisa por la que resbalaban churretones de helado derretido—. Porque los castillos de arena son más importantes de lo que parecen —remató convencido.
Al día siguiente cargamos un montón de cosas en el Titánic, una zodiac que mi padre había comprado de segunda mano y que bautizó con su peculiar sentido del humor. Llevábamos los cubos y las palas, una nevera de camping con agua, fantas, cervezas y melocotones, y unos bocadillos de carne empanada.
— ¡A ver, enano! Marca el rumbo.
Me puse de pie en la proa, con mi chaleco salvavidas y mi gorra, adoptando la postura de la estatua de Colón y dije solemnemente: «Marinero. A cala Minutos». Que era una cala que no se llamaba así, sino que se tardaba poco tiempo en llegar. Una cala a la que no se podía ir a pie, por eso había poca gente, y con una arena muy fina, diferente de las arenas gruesas que había en casi toda la costa.
Yo estaba encantado de poder pasar tantas horas con papá, que siempre había estado tan ocupado, viajando aquí y allá todo el año. Lo primero, dijo, es hacer una buena mezcla de agua y arena, una que aguante. Yo me fiaba porque papá era ingeniero, y jamás había escuchado que se le cayera ningún puente. Sentados en la orilla, con los pies en el agua y dejándonos tostar por el sol sin protección alguna, en aquel tiempo no se hablaba tanto del asunto, diseñamos el castillo ideal; papá empezó diciendo que en el centro tenía que haber una gran torre del homenaje, y me explicó qué era eso; yo le añadí un enorme foso lleno de tiburones y con cuatro puentes: uno en cada uno de los puntos cardinales. Una muralla de defensa llena de almenas y escaleras lo protegería de las incursiones; y obligué a papá a poner una torre cilíndrica terminada en pico, como las del castillo de Disney, en cada una de las esquinas de la muralla, y un túnel del tiempo para viajar al pasado y al futuro que atravesara la torre del homenaje de lado a lado.
—Atiende —dijo papá—. El truco está en la mezcla. En la cantidad de arena y agua que pongas.
Al final de la mañana habíamos construido un castillo dos veces más grande que yo, pero no sin dificultad. Yo estaba alucinado, aunque papá hizo un gesto mohíno.
—A ver mañana —dijo ya de regreso en el Titánic—. Ahora unos macarrones y un filete empanado ¿no? —Asentí.
Al día siguiente, después del desayuno, cogimos los trastos de nuevo y zarpamos a cala Minutos. Esa mañana la mar andaba un poco nerviosa y el viento nos daba de costado, así que llegamos empapados y con sabor de salitre en los labios. Del castillo quedaba un trozo de muralla con suaves curvas por la erosión, y parte de la torre del homenaje con una curiosa forma de boñiga gigante. Probamos una nueva proporción de agua y arena. Esta será más sólida, dijo papá convencido, y tras varios baños y una mañana de trabajo y risas, dejamos un nuevo castillo; este más alto, con más agujas y puentes, escaleras por todas partes y decenas de puentes y túneles del tiempo, en lugar de foso de tiburones pusimos unas cosas de arena contra la muralla que papá llamó contrafuertes. Esa tarde, después de comer fuimos al cine, a ver «Fievel y el nuevo mundo», que no me gustó demasiado. Bueno, dijo papá, era eso o «Mujeres al borde de un ataque de nervios», en los cines de verano no hay mucho donde elegir.
Los castillos se fueron sucediendo. Papá fue cambiando el lugar, buscando el sitio más resguardado, intentando que aguantara en pie más de un día. Los pocos veraneantes que coincidían con nosotros en la cala ya no se dedicaban a darle patadas o a saltar sobre él.
—Mira hijo —me dijo mientras nos comíamos un bocata a la sombra de una roca—. Tú, un día te construirás un castillo, no de piedra, no, un castillo en tú cabeza, y en él, como todas las personas, guardarás la lista de aquellas cosas que quieres hacer, guardarás la partitura de tu vida, y pensarás que ese castillo es seguro e indestructible. Pero con el tiempo te darás cuenta de que es un castillo de arena más, que se erosiona por algunos lados y se escapan deseos y anhelos, y, por los huecos, el agua te trae cosas nuevas, no previstas. ¡Joder! Vaya rollo que te estoy soltando. Venga acaba el bocata y vamos al agua.
—Pero…Y la digestión. Mamá decía…
—Eso son mandangas. Vamos.
El 27 de agosto lo conseguimos. Un magnífico castillo con una torre central coronada con ocho majestuosas agujas, una por cada uno de mis años. Contrafuertes como los de las catedrales góticas, puentes, túneles del tiempo, arcos, escaleras, doble muralla llena de pasarelas y un pequeño pueblo intramuros; que papá me explicó qué quería decir eso. Los otros bañistas le hicieron fotos, quedó espectacular, y no solo eso, al tercer día todavía estaba intacto. Entonces regresamos al atardecer, papá hizo un agujero junto a la torre del homenaje, me dio un beso y puso una foto de mamá en el fondo.
Mi hijo aún es muy pequeño, está con Laura, bajo la sombrilla. El castillo no es tan grande, pero está en el mismo lugar. Estoy seguro de que es lo que él quería.