En el puente, el capitán Aguirre contaba las travesías que le quedaban para poder retirarse de aquel cenagal flotante con una pensión más que digna y pasar los restos pescando tranquilamente en el Cantábrico. Tres, se dijo, tres mierdas más y se acabó.
—Capitán —dijo el marinero que le acompañaba en el puente—. Mire. Allí, a las diez. Algo flota, algo amarillo.
Hans Pigtail, el propietario del yate, no discutía nunca, tan solo daba órdenes, pero el capitán se negó en redondo a abandonar a aquel hombre en medio del Atlántico, en medio de la nada, y Hans Pigtail, contrariado, asintió, y luego ordenó que no tuviera ningún contacto con el pasaje. Lástima que las cosas no siempre sean tan fáciles. El náufrago, un hombre entrado en carnes, con barba de varios días y una sonrisa cautivadora, se presentó como Ignacio Melloni, el conocido autor de novelas de ciencia ficción, identidad que corroboró enseñando su documentación. El escritor flotaba en medio del Atlántico a bordo de un patín de pedales amarillo con la inscripción «Castelldefels Marine Entertainment S.L.» en uno de los flotadores. Dos emparedados de mortadela y una nevera rígida, de esas azules, llena de botellines de cerveza belga Duvel muy fríos, eran todo su equipaje, e indicaban que no podía hacer mucho tiempo que el náufrago ejerciera dicha condición.
—He sido abducido por extraterrestres —Era su única respuesta—. No recuerdo cuándo ni cómo. No recuerdo nada de antes. Solo que de repente me encontré en una nave extraterrestre, me hicieron preguntas sobre mis libros y, súbitamente, esta noche aparecí aquí, en medio del mar, subido a un patín.
El capitán Aguirre se tomó el asunto en serio, era un profesional y el náufrago un hombre conocido. Pensó que se trataba de alguna maniobra publicitaria para promocionar un libro, o algo así. Fue a hablar con el propietario y le explicó quién era el sujeto, y que era obligatorio notificar el rescate a las autoridades. A Hans Pigtail no le hizo ni puñetera gracia pero tragó, no sin antes ordenar el confinamiento de todos los invitados hasta acabar con el asunto.
Una fragata del ejército alcanzó al yate y su capitán y un equipo médico abordó el yate. Aguirre explicó que la travesía del yate era pura rutina de puesta a punto, sin pasaje, pero los rumores corren a veces como la pólvora y una famosa cantante de ópera, semidesnuda y rebozada en polvo blanco apareció en cubierta gritando: ¡Melloni! ¿Dónde está Melloni? Melloni, guapo, ven con mami, mira que tengo. Quiero tirarme a un náufrago famoso.
El escándalo del «Hot Hole» fue mundial, eclipsando el misterio de la aparición de Ignacio Melloni en medio del Atlántico. Los servicios secretos lo estuvieron interrogando durante un par de meses, hasta que se hartaron.
Dos meses antes Ignacio Melloni tomaba notas sentado bajo la salida del aire acondicionado de una taberna portuaria en Altamira, Méjico. Ignacio esperaba a un tal Chaco, un contacto que le habían dado en Monterrey y de cuya formalidad para las citas daban cuenta los cuatro cafés y tres tequilas que ya se había apañado el escritor. Ignacio Melloni pensó que aquello podía acabar muy mal, porque él no tenía otra cosa que hacer que esperar, tenía dinero y sed, y si el tipo no aparecía la borrachera podía llegar a ser épica. Por suerte para el hígado del escritor, Chaco apareció antes del mediodía, y con un buen fajo de dólares cerraron el embarque como pasaje de Ignacio en el «Divine Hell», un mercante que llevaba contenedores a Marruecos. Ignacio estaba obsesionado por viajar en uno de esos enormes portacontenedores con banderas de compromiso y tripulaciones multiétnicas, lo más semejante a una nave espacial que se le podía ocurrir.
La auténtica inmensidad del buque se apreciaba desde dentro, cuando te enredabas en esa inmensa telaraña de líneas de colores que indicaban direcciones y destinos. Ignacio no logró que le dejaran dormir en las literas de la tripulación. Por cuestiones de normativa, dijo Pancras Floros, el orondo griego que capitaneaba el «Divine Hell». Durante los dos primeros días paseó arriba y abajo con una libreta de apuntes, tomando notas, describiendo salas y secciones, hablando con filipinos, costamarfileños, vietnamitas, ghaneses, noruegos, un inuit y dos gallegos. Todos eran amables, se comía bien y, en las horas libres, se bebía mejor. Una sala de juegos con bar y el comedor eran los epicentros del buque. En sus paseos Ignacio abrió una puerta y educadamente le dio las buenas tardes al Chivo y al Negro Cabrón, cuyos respectivos revólveres con cartuchos .357 Magnum le quitaron las ganas de preguntar por sus nombres reales. Después de la cena el capitán le pidió educadamente que fuera al camarote del Chivo. Mira, dijo el Chivo, sirviendo un par de whiskys, el capitán Pancras manda en las cosas del navegar y eso, pero en el resto el responsable soy yo: ¿Lo entiendes?, y alargó su corto y grueso cuello hacia Ignacio con una sonrisa amable. Tras el segundo trago el Chivo le puso deberes. Ignacio se retiró a su camarote repasando incrédulo las zonas del barco a las que no podría acercarse, mientras un escalofrío le recorría la columna vertebral.
Si quieres matar a un niño pon nueve botes llenos de golosinas, otro con veneno y dile: Puedes comer de todos menos de este. Luego lo dejas solo. Ese instinto suicida y desconfiado nos viene de lejos, Adán y Eva ya estuvieron en ello, e Ignacio no iba a ser menos. Sintiéndose como uno de los protagonistas de sus novelas se adentró en el territorio prohibido, con cautela, intentando no cruzarse con nadie, recorrió un conjunto de salas y almacenes del barco donde no había nada de especial, salvo una radio en una pequeña habitación. Pensó que el Chivo le había tomado el pelo, tomó unas notas y bajó a otra cubierta. Oyó un golpe seco y se acercó a una puerta medio abierta. Allí, atado a una silla, un hombre con la cara reventada boqueaba mientras el Chivo, con el revólver en la mano, le decía que se habían acabado el tiempo y la paciencia, luego le apuntó a la cabeza y amartilló el revólver. El hombre susurró algo. Ves, dijo el Chivo, así me gusta, obediente, y le reventó la cabeza de un disparo. El Negro Cabrón se partía de risa viendo los pantalones meados de Ignacio. ¿Y con este incontinente qué hacemos?, Le preguntó al Chivo.
A Ignacio Melloni le quedó claro que para aquella gente él era alguien muy importante que no se podía depurar así, sin más ni más, con los métodos clásicos. Seguro que, como poco, alguien: o su editor, o algún pariente o amigo, sabían que estaba en Méjico, y de sus intenciones de embarcar en un mercante, así que si se ponían a buscarlo, antes o después, darían con el «Divine Hell». Que el escritor no le había dicho a nadie el nombre del buque era seguro porque no lo supo hasta estar embarcado y el muy excéntrico no tenía teléfono móvil.
—Mire, caballero —dijo el Negro Cabrón—. Le vamos a dar una gracia. Sí, quizás tenga suerte usted, mire por donde. Pero que sepa que tenemos las direcciones de su papá, de su sobrinita claro, la de su hermana, y las de los otros niños, los de sus hermanos. ¡Qué lindos son! Quiera Dios que no les pase nada. ¡Ah! y la de la piba esa que usted se trasiega, la tal Martina, que mire que está requetebuena. Así que si se libra, que ya puede ser porque por aquí pasan casi todos los buques, va a ser que tendrá que inventarse una historia, que usted de eso sabe.
Abrieron uno de los contenedores que llevaban piezas de patines acuáticos con los flotadores impregnados de coca. Montaron uno, le dieron tres emparedados y, como señal de respeto, cortesía y confianza, una nevera llena de cerveza fría. No pedalee mucho, le dijeron, no vaya a apartarse de la ruta y se las vea luego negras.
Ignacio vio alejarse el «Divine Hell» pintado de rojo fuego por la luz del sol poniente mientras buscaba una respuesta a la pregunta que le acuciaba desde hacía unas horas: ¿A esto se le puede llamar suerte?