Haciendo un cálculo a ojo, la probabilidad de que ese martes de mayo a las siete de la tarde se diera de bruces con Carmela en el pasillo de las bebidas alcohólicas de un conocido supermercado, era cero. Sin duda había sido el destino el que había previsto su reencuentro tras una separación de treinta y cuatro años. Y la probabilidad era cero porque no estaba previsto que la ejecutiva del partido le diera una patada en el culo esa misma tarde por un solo voto de diferencia, ¡Coño, que son treinta y ocho años de servicio!, se dijo. Y que en su caótico piso de divorciado faltara ginebra para ahogar sus penas no era usual, lo mismo que no era habitual que al pakistaní de la esquina no le quedara Gin Xoriguer, su ginebra de cabecera, y que tuviera que buscar tres calles más abajo un supermercado que dispusiera de la marca, supermercado al que jamás antes había entrado. Tampoco era de recibo que Carmela llevara dos días destinada en Barcelona después de una vida como oceanógrafa del CSIC en las Canarias y que, mientras ponía a punto un piso en el puerto olímpico, ocupara la casa de una amiga en el barrio de Les Corts, a doscientos metros de Jairo, y necesitara huevos. Estaba claro, el destino quería unirlos de nuevo y remendar el roto que los alejó al acabar la universidad.
Con la resaca por bufanda y el cariñoso beso que Carmela le estampó en la mejilla al reconocerlo aún caliente, Jairo miró su móvil, en el que brillaba por fin entre sus contactos el teléfono de ella. Tenemos que quedar un día, dijo Carmela, pero ya mismo, que luego pasa lo que pasa, Llámame mañana a eso de las tres. A Jairo, desposeído de sus cargos orgánicos, inorgánicos y neutros, y sin escaño al que aferrase, le esperaba un día aciago, un día que él había creído que sería el más duro de su vida, el ocaso de un político en paro, y que con el reencuentro se había transformado en una olla de ilusiones y esperanzas. Tenía que halagarla, reverenciarla y enamorarla. El primer encuentro debía de ser especial, magnífico, inolvidable, único, inigualable, inigualabérrimo.
Tantos años en política no le habían hecho rico, de hecho le llamaban Jairo «El honrao» y se reían, pero algún lujo se había dado, y hacía años le dio la tontuna de sacarse el título de patrón de embarcaciones de recreo junto a un grupo de políticos y empresarios. Se le metió en la cabeza que su reencuentro con Carmela fuera en alta mar, navegando con un velero por la costa, era lo más romántico que se le podía ocurrir, y a ella, oceanógrafa, le encantaría, estaba seguro. Faltaba el barco, y un político de tan larga trayectoria conoce a muchas personas, y algunas acaban debiendo favores. Pasó el dedo por su Smartphone hasta la letra T, ¿Carles Trontolla? Soy yo, Jairo, Jairo Penumbras, ¿Qué tal todo?, No, no hagas caso de la prensa, ha sido decisión mía, Sí, el estrés, el médico me lo recomendó, Oye, sigues teniendo aquel velero, ¿sí?, Es que verás…, Claro, claro…, Lo entiendo, no son cosas que se dejan así…, ¿Te acuerdas del asunto aquel de las naves industriales que se te incendiaron y el follón con lo del seguro? Que si no es por mí…, Para este fin de semana, solo dos días, un paseo romántico…Ya, ¿En Port Balís?, el velero se llama «La Jofaina», sí, por lo marinero que es…¿Cómo? ¿Capipota? ¿En el puerto pregunto por Capipota? Sí, muy reconocible, cojo, manco y tuerto; ya, como Blas de Lezo pero en negro nigeriano… Oye, pues muchísimas gracias, y recuerdos a Nuri y a los chicos… ¡Ah, coño! De cáncer. Hostia, lo siento muchísimo.
Lo del velero estaba hecho: un par de días repasando los apuntes del curso y estaría hecho todo un almirante. Almirante a motor, claro, lo del velero era por el romanticismo que da la estética, pero como tuviera que izar una vela o aclararse entre drizas y escotas se iba a hacer la picha un lío y su ego no estaba para permitirse ridículos ni su corazón para encajar rechazos. Sería una travesía tranquila, al chup-chup del motor, más gas, menos gas y el volante ese grande a derecha e izquierda. A ver, eso del ancla ¿cómo era?, eso es importante, que hay que fondear para comer, dormir, declararse y folgar. Jairo salió a comprar un anillo de compromiso, los americanos lo hacen siempre, es un gesto simpático que, aunque no influye en los destinos ya marcados, aporta formalismo y seriedad. Mira, pensó, no se lo ofrecí a Laura cuando nos casamos y nos fue de mierda. A las tres de la tarde, ansioso, llamó a Carmela.
El sábado a las ocho de la mañana, puntual, aparcaba su todoterreno frente al edificio en el que se alojaba Carmela. No había dejado nada al azar: dos botellas de vino y dos de cava, su ginebra favorita, un pack de cerveza belga, la mejor carne para la mejor barbacoa y una cabeza de ajos y media docena de huevos para lucirse con su especialidad, el alioli montado en túrmix. Apuntó con su Smartphone a la portería para inmortalizar ese momento, esa primera cita con Carmela.
— ¡Buenos días, chavalote! —Saludó Carmela—. Mira, te presento a Jimena. Como dijiste que cabían más de dos me la he traído. ¿A que es guapa?
Jairo balbuceó un «Claro, claro…» mientras forzaba una sonrisa. Condujo hasta Port Balís prácticamente en silencio, meditando: No pasa nada. El destino está escrito y esta Jimena es una anécdota que puede ser hasta graciosa. Mira que si montamos un trío. ¿Pero qué dices? No quedaría bien en una pedida de mano…O sí. Algo moderno. Yo qué sé.
No hizo falta buscar a Capipota, estaba sentado en el amarre de «La Jofaina» fumando un puro con su única mano, chapoteando en el mar con su único pie y mirando al horizonte con el ojo que le quedaba, si hubiera llevado un sombrero de tres picos emplumado habría pasado por un tratado de piratería. El hombre, hosco al tiempo que afable, un contradiós en sí mismo, se levantó ayudado por una muleta y una flexibilidad asombrosa, les saludó estrechándoles las manos, tiró las llaves y los papeles a la bañera como con rabia, les deseó un buen viaje y escupió a los pies de Jairo, luego se retiró con un caminar difícil murmurando algo sobre no quitar las defensas antes de tiempo. Carmela y Jimena, amorradas a proa como dos mascarones neoclásicos observaban el lento y cuidadoso avance de «La Jofaina» saliendo del amarre. Jairo gobernaba la rueda del timón y la palanca de mando rodeado de las defensas que había retirado antes de zarpar. ¡Cuidado, cuidado! Gritaron las dos mujeres al unísono, se oyó un chirrido desagradable en el costado de estribor, como un arañar en la pizarra con saña. No es nada, dijo Jairo, un pequeño desliz por culpa de ese sol de cara, y se puso las gafas de sol mientras enfilaba la bocana del puerto con una sonrisa bobalicona.
Al estar el destino escrito y el devenir ser inmutable, Jairo no dio importancia a las señales que fueron surgiendo durante la singladura. ¿No izas las velas?, preguntó Jimena, Es que no hay viento suficiente, respondió Jairo señalando al catavientos que señalaba un viento constante por la aleta de babor. ¿Dónde hay agua?, quiso saber Carmela, ¡Hostia! Se me ha olvidado, coge una cerveza, respondió el patrón, Tío, es que no bebo alcohol. El paisaje era bellísimo, eso sí, y el tiempo ideal. Pues a vela, dijo Carmela, iríamos mejor, ¿no?, sin ese ruido y ese olor a gasoil, Ya, pero vamos al norte y ese viento va para el sur, argumentó Jairo. Hacia las tres y media de la tarde, después de que las mujeres lograran embadurnar con crema protectora a un Jairo requemado y reticente, lograron fondear en una cala, junto a tres barcos más que observaban las maniobras de «La Jofaina» con estupor. Os vais a poner moradas, dijo Jairo sacando las bolsas de carbón, las chuletas de cordero, las morcillas, los chorizos criollos y la panceta. ¡Vaya!, dijo Jimena, si yo soy vegana, ¿no tendrás unos tomates o una lechuga? Afortunadamente la comida no fue mal; Jairo comió carne y bebió alcohol, bastante, Carmela tiró de carne a palo seco y Jimena masticó ajos y con el cava se cogió un punto más que gracioso. Pudieron salir de la cala sin demasiados apuros y continuaron a motor rumbo mar adentro según dedujo Carmela al cabo de un rato. ¿Dónde vamos?, preguntó, ¡Coño! Pues a navegar por el mar, respondió Jairo con una vocalización sucia debida al pedo que llevaba. Carmela cogió a Jimena y se la llevó a tumbarse en un camarote. Es muy buena persona, pero siempre ha sido un poco bobo, susurró, y se quedaron dormidas.
El sol se estaba poniendo y el horizonte se tiñó de rojos, era el momento mágico, el momento de declararse. Jairo bajó a coger el anillo de compromiso y despertó con cuidado a Carmela, Ven, ven arriba, le murmuró con una sonrisa tonta. Él frente a ella, ella a contraluz con el sol enmarcando su silueta. Mira, dijo Jairo alargándole el estuche. Carmela lo cogió y lo abrió. ¡Hostia tío! Qué detalle, ¿cómo lo has sabido? ¿Has hablado con mi hermano? Pero qué detallazo, es impresionante. ¡Jimena, Jimena, ven! ¿Y cómo se te ha ocurrido? No es nada habitual. ¡Mira Jimena, qué anillo de compromiso! Y la hora elegida, es perfecta. Jairo casi lloraba de alegría, Carmela le dio un besazo en la mejilla, se giró, se arrodilló y, con el anillo de Jairo en la mano, dijo: Jimena, cariño. ¿Quieres casarte conmigo? Y en ese momento se terminó el gasoil.
No podía haber noche más bella, con un cielo limpio y una luna llena que se reflejaba en el mar como en un espejo de plata, como dice el poema. A la deriva, mientras esperaban un remolque, Carmela y Jimena hacían el amor en el camarote de proa mientras Jairo, con las piernas colgando por la borda, maldecía las estúpidas creencias de su madre, maldecía su suerte y calculaba la factura que tendría que abonar por el raspón en el casco y el servicio de socorro. ¿Qué escrito ni qué escrito? La mierda del destino va a estar escrita. ¡Por los cojones escrita! Esas dos follando y yo aquí a dos velas.