Huang Di fue un hombre de claroscuros. Construyó nuevas vías de comunicación, unificó la moneda, los pesos y medidas, los caracteres escritos y la longitud de los ejes de los carros. También unificó la cultura y las tradiciones mediante el sabio método de quemar los textos antiguos y asesinar a los intelectuales. Asimismo emprendió la tarea de construir la muralla de China y, debido a su terror ante la muerte, la búsqueda de la inmortalidad. Mientras enviaba naves por el Pacífico en busca de ciertas islas misteriosas en las que se decía que crecían las hierbas de la inmortalidad, decidió construirse un mausoleo que pudiera contener todo un ejército de terracota para cuando regresara de entre los muertos, si es que su óbito acababa produciéndose.
Un marino llamado Lu Sheng fue el encargado de la primera expedición. Partió del puerto de Qinhuangdao y regresó al mes de vacío, tras haber explorado todo el mar Amarillo y el mar de la China Oriental. No se puede decir que después de haber presentado su informe al emperador las cosas le fueran muy bien.
El emperador, absolutamente convencido de la existencia de Penglai, Fangzhang y Yingzhou, las tres islas donde vivían los inmortales y en las que todos los animales eran de color blanco puro, organizó una segunda expedición con más naves, dirigida por Xu Fu, un reputado monje y astrónomo. En esa segunda expedición me enrolé yo, Xian Zen Zi, un jovencísimo aprendiz de monje y de astrónomo.
Xu Fu estaba convencido de que en los mares interiores no encontraríamos nada, la leyenda decía bien claro que las islas estaban al este, y si hasta la fecha eran desconocidas debía ser porque estaban muy al este, pasado el archipiélago de Japón. La marinería, al verse tan lejos de tierras conocidas, comenzó a murmurar y, aunque el tiempo nos acompañó, empezaron algunos malos modos e insubordinaciones. Una mañana, al mes y medio de travesía, amaneció con una espesa niebla y apenas una brisa imperceptible, tan persistente fue que seis horas después se desataron los nervios. Las voces de los capitanes de dos de las cinco naves que componían la expedición llegaron hasta nosotros exigiendo dar la vuelta y regresar a casa. Xu Fu, tirando de la dialéctica y la retórica que se le suponen a un buen monje, intentó calmar los ánimos sin éxito. Aquello habría acabado mal si la niebla no se hubiera levantado de repente mostrándonos a estribor una gran isla montañosa que Xu Fu se apresuró a declarar como Penglai, una de las tres islas de los inmortales.
En una semana de caminatas y trabajos de cartografía descubrimos dos manantiales de agua dulce, varios arroyos, bastantes plantas y frutos comestibles, y pájaros, muchos pájaros, pero ni rastro de inmortales ni de animales de un blanco puro, ni de hierbas de la inmortalidad. Xu Fu tomó la decisión de regresar y pedir al emperador más naves y recursos para encontrar las otras dos islas, porque en alguna de ellas deberían vivir los inmortales. A mí me tocó la china; el dedo de Xu Fu me señaló para quedarme en aquella isla como señal de posesión del emperador, para observar las estrellas desde aquella longitud y latitud, y con el fin de hacer una completa colección botánica por si la hierba de la inmortalidad aparecía por algún rincón de la isla. Desde una choza de palma poco confortable los vi partir, con una gran sonrisa en el rostro y mucha mala leche interior.
Luego supe que mientras yo languidecía en aquel lugar, alimentándome de caracolas, cangrejos, huevos diversos y una nutritiva y sabrosa planta suculenta que crecía en una fría umbría, casi en la cima de la montaña, Xu Fu, de regreso a China, pensó con claridad, con la concisión que da el pensamiento y sin las sutilezas y elegancias del habla: ¿Y qué cojones le puedo decir a ese animal de emperador para no acabar como Lu Sheng?
—Amado señor Huang Di, amo poderoso de todas las tierras. Con gran valentía y riesgo de nuestras vidas arribamos a la isla de Penglai hace ahora dos lunas. Isla de una belleza sublime tal como la que describen las antiguas historias, y donde crece por doquier la hierba de la inmortalidad. He de decir con pena que ante nuestras pretensiones de adquirir cierta cantidad de ellas para nuestro venerado emperador, los inmortales que allí habitan, escoltados por gigantescos tigres de un blanco puro, nos lo impidieron. Si es vuestro deseo podríamos tomar posesión para vos de esas tierras con tan solo tres mil hombres y unos sesenta barcos bien pertrechados. Una bagatela para emperador tan poderoso.
Xu Fu, a pesar de la ingente flota, fue incapaz de encontrar de nuevo la isla, de eso doy fe, y de regreso, espantado por las consecuencias de su fracaso se sacó de la manga un gigantesco dragón marino que impidió la gesta. Puso por escrito la narración del fracaso, muy colorida, con batallas épicas en medio del mar, cientos de heridos y miles de actos heroicos. Puso su sello en el rollo y al pasar por Japón, en previsión de lo que pudiera ocurrirle, le dio instrucciones a su segundo y desembarcó desapareciendo para siempre. Se dice que murió ya anciano junto al monte Fuji.
Yo quedé solo en la isla Penglai, viendo como mis ropas menguaban o yo crecía, observando el alumbramiento de una débil barba y la aparición de profundas entradas en mi frente. Calculé el tiempo por los ciclos lunares hasta que la desidia se instaló en mí al poco de cumplir los treinta y un años. Nunca vi a nadie ni observé barco alguno por las cercanías. El tiempo pasó al ritmo de una dieta monótona y unos paseos sin objetivo. Tras años de observarme reflejado en las aguas de un pequeño lago empecé a sospechar que las plantas suculentas que comía eran las responsables de que continuara con mi aspecto de treintañero, conté las piedras que amontonaba regularmente cada invierno y sumaban más de cien. Luego ya dejé de medir el tiempo. Viví en lo que hoy conocemos como un día de la marmota continuo: Dormir, comer, pasear, comer, mirar, comer, dormir…Hasta que al fin una tarde, mirando al mar entre la niebla, escuché el rugido de una bestia marina sobre la que cabalgaban cuatro hombres, cuatro guerreros con cascos de hierro y extrañas lanzas cortas. Hablaron entre ellos y, a pesar del extraño dialecto, supe que eran japoneses. Bien. Casi desnudo salí corriendo hacia ellos con los brazos en alto y gritando parabienes. Las lanzas empezaron a escupir fuego hacia el cielo y retrocedí aterrado mientras escuchaba las carcajadas de aquellos tarados.
Pasé días espiándolos desde la distancia. No hacían nada, habían escondido la barca rugiente, que eso era el monstruo en el que llegaron, y por turnos subían a un alto a mirar el mar. Comían de unos cacharros de hierro que calentaban al fuego y le hablaban a una caja de hierro de la que salían antenas de insecto gigante. Llegaron las lluvias y me decidí a hacerme con las ropas de alguno de ellos. Joder, es que llevaba siglos medio en pelotas; no me dio tiempo, otro barco rugiente, este de hierro, llegó a la playa y al abrir su boca escupió a más de veinte guerreros que hablaban en un idioma desconocido. Apresaron a los japoneses y se dispusieron a partir. No me lo pensé dos veces, o me mataban, algo improbable al haberme hecho inmortal, o me llevaban, pero yo no podía continuar ni un día más en la isla. Así fue como el veinticuatro de mayo de 1945 llegué al puerto de San Francisco en un destructor americano. Estaba claro que yo era chino, aunque apenas me entendía con mi traductor, que hablaba una variedad que me resultaba difícil, así que se portaron bien y me acogieron en un centro especial donde aprendí el idioma y el oficio de carpintero.
No ha resultado fácil. Cada diez o doce años, ante la evidencia de mi inmutabilidad, he de cambiar de aires y adquirir una nueva identidad, tantos siglos alimentándome de la dichosa planta han producido un efecto perenne. Lógicamente, al darme cuenta de la magnitud de mi vida y con mi curiosidad innata, me he ido especializando en historia, tengo tres doctorados por tres universidades diferentes y en parte vivo de las colaboraciones especializadas que firmo bajo seudónimo. De cara a la galería soy carpintero, oficio que me gusta y que es discreto, lo que facilita el cambio de personalidades y de países. Comprar identidades nuevas con todos los papeles en regla es caro, por eso de manera esporádica me dedico al robo de joyerías, salgo corriendo con el botín y aunque me disparen da igual. Ahora que escribo esto soy Alberto López, chino adoptado en 2002 por Alberto y Lucía, y residente en El Puerto de Santa María (Cádiz). Ya he comprobado que nuestra especie no aprende una mierda con el paso del tiempo y repetimos las mismas mierdas siglo tras siglo, así que he perdido la ilusión por ver algún día algo nuevo. Estoy harto pero no puedo hacer nada. He intentado suicidarme mil veces sin éxito. ¡Las putas hierbas!