—No me puedo creer que no la conozcas —dijo uno de mis cuñados—. Es uno de los lugares de culto de la Costa Brava. Los vecinos de Còdol de l’Empordà cuentan una leyenda sobre ella, y si preguntas, casi ninguno de ellos la ha pisado en su vida, está endemoniada —se rió con sorna mirando de reojo a su hermano.
—Mira que es raro —dije—. Desde que me casé con Gemma, he recorrido toda la costa catalana de cabo a rabo, por tierra y por mar, y no me suena.
— ¿Y por la «cala de los pirados»? —Preguntó mí otro cuñado— ¿Con ese nombre te suena?
—Tampoco —Miré a Gemma y a mis suegros que ponían cara de asombro.
—Pues no puedes perdértela. Hermanita, tienes que llevarlo.
La cala en cuestión tiene su miga. Me explicaron que no es accesible por tierra, los coches se han de dejar a unos tres kilómetros y solo se acercan cuatro curiosos y algunos escaladores zumbados. Por mar no se ve a no ser que conozcas el lugar, la entrada es angosta y solo pasan motos de agua, tablas y kayaks. Se encuentra lejos de cualquier otra playa o cala accesible y está totalmente rodeada por un acantilado de treinta metros de altura. Allí el que va es para hacer bulder o para pasar frío, porque en semejante tubo de roca con forma de lágrima el sol tan solo llega con el mediodía. La gente de Còdol de l’Empordà también la conoce como la lágrima del Diablo, y cuentan que en el cielo hubo una lucha feroz entre Dios y Satanás, y éste, tras la derrota, derramó su única lágrima sobre el lugar. Dios, temiendo a un diablo absolutamente insensible, le obligó a recuperarla, y Satanás encargó a miles de súcubos horadar la roca hasta encontrar la lágrima. A golpe de pico llegaron al mar sin hallarla, quedando allí como almas en pena, mientras Satanás y su corte de demonios se alzaban furiosos al cielo en forma de brillantes luces blancas para reanudar su combate con Dios. Por eso los habitantes de Còdol no se acercan al acantilado, y mucho menos de noche, ya que dicen que, en ocasiones, en la oscuridad se pueden ver las almas azules de los súcubos brillando sobre el agua, y cuando esto ocurre bajan del cielo Satanás y sus demonios en forma de luces blancas y grandes como los faros de un coche. Parece que la realidad pasa por el contrabando, al estar tan escondida ha sido, durante siglos, el sitio ideal para descargar fardos y dejarlos al abrigo seguro, hasta que llegada la calma se pudieran subir con polipastos. Los contrabandistas debieron crear el teatro necesario para alejar a los curiosos y dar vida a la leyenda.
Los que hemos nacido con el virus del mar tenemos una especie de filtro que nos nubla las otras realidades y, cuando nos relacionamos con otro que también está infectado del mismo virus, nos enganchamos a ese placer compartido y obviamos el resto de su personalidad. Esto no suele traer consecuencias si la relación es circunstancial, pero si te casas con ese otro, es posible que cuando descubras su verdadero yo sea tarde. Eso me ocurrió con Gemma. Me casé con una amante de la navegación a motor, de la navegación a vela, del remo, del winsurf, del surf, del aire en el rostro sabiendo a salitre, y con una familia también enferma de mar, y a los tres meses descubrí una beata, mojigata, aburrida, insulsa, meapilas, casi más hija de Dios que de sus padres, también disparatadamente religiosos, serios, austeros y sacrificados. Solo en la orilla o en mar adentro parecían seres humanos. Por supuesto pensé en el divorcio, claro que eso tenía sus dificultades, por un lado ella no accedería debido a sus creencias, y por otro los padres, al casarnos, le habían concedido una dote con la que yo podría vivir toda la vida de singladura en singladura. No es raro que me planteara el camino más natural, el asesinato. Pero eso tiene sus riesgos y lo deseché. Claro que cuando ella y su madre empezaron a reprocharme unos supuestos excesos con la bebida y a preguntarme que qué hacía yo a las doce de la noche saliendo del «Club Venus», y venga y dale uno y otro día, decidí buscar un plan perfecto para quitármela de encima y largarme con la pasta. ¡Joder! Que yo no soy un santurrón de mierda, que soy un tío con los cojones bien puestos. Y fueron mis cuñados en San José los que me dieron la idea.
—Cariño. ¿Qué te parece si el sábado me llevas a «Cala Dimoni»? —le dije—. Podemos ir en kayak.
El lugar es impresionante. Pasas remando por delante de él y si no lo conoces lo pasas de largo. El efecto óptico es de un acantilado continuo. Has de acercarte hasta una roca que sale del mar, darle la vuelta y regresar hacia atrás, entonces ves la sombra que da volumen a un paso estrecho, de apenas dos metros, y al otro lado, zas, entre penumbras se abre un brazo de mar que llega hasta una pequeña playa. Para ver el cielo has de mirar hacia arriba, en vertical, por encima de las altísimas paredes calcáreas que rodean el sitio. Encontramos a una pareja escalando y a un chico practicando bulder bajo un entrante de roca que daba al mar, nadie más. Estuvimos un par de horas y en ese tiempo apareció otra pareja con kayak. No es un lugar muy acogedor, pero tiene una belleza inhóspita que te atrae.
El domingo tomamos el aperitivo en un bar de Còdol y, forzando la conversación con la mesa de al lado, me quedó claro que no se sabía de nadie que hubiera ido de noche a la «Lágrima del Diablo», jamás: los más por miedo, los otros porque “qué coño se puede hacer de noche en un lugar tan desapacible, no vale ni para el sexo”, decían convencidos. Era el sitio perfecto para simular un accidente sin testigos, un capricho de enamorados que acabó mal, y sin cobertura de móvil.
— ¿Qué te pareció la cala? —me preguntó uno de mis cuñados.
—Alucinante.
— ¿A que no hay huevos de ir de noche?
— ¡Pues claro! No te jode. Pero a Gemma no creo que le haga gracia —Quise ser prudente.
— ¿Pero no conoces a mi hermana? Si se trata de navegar se apunta a un bombardeo. Va a ser que el cagao eres tú.
Lo planeamos para el ocho de abril, mi cumpleaños. La idea era hacer un fuego en la arena, cenar unos bocatas y, antes de dormirnos en un saco, reventarle la cabeza con una piedra, lanzarla al agua, sacarla y dejarla en la orilla mientras yo regresaba en busca de ayuda; una mala caída por querer probar el bulder, como había visto hacer a unos chicos. Ese día por la mañana mi suegra no paraba de rezarle a la virgen de Fátima y de intentar convencerme de que no fuéramos.
La mar estaba rizada y la noche serena, remar en esas condiciones bajo una media luna tan clara era un placer, hasta se me quitaron las ganas de matarla, solo quería remar y remar hasta la salida del sol. Pero al cabo llegamos al sitio. De noche no era tan sencillo encontrar el paso, pero Gemma, en el mar, tenía un instinto prodigioso y rápidamente enfilamos el estrecho paso. La oscuridad era casi absoluta y encendimos los frontales para poder llegar a la playa sin sorpresas. En poco rato tuvimos la hoguera en marcha y nos sentamos junto a ella a calentarnos, hacía frío, un frío húmedo y pegajoso, y sobre nuestras cabezas un cielo negro perlado de estrellas tenues sobre las que destacaban la Osa Mayor y parte de la cola del Dragón. El tubo de roca no dejaba ver nada más
—Voy a mear —dije después de un silencio largo e incómodo—. ¿Vas sacando los bocatas?
Al llegar a las plantas que crecían junto a la pared rocosa, el frontal alumbró algo amarillo tras ellas, un kayak. Cuando la luz desveló los rostros de mis cuñados tuve unos momentos de asombro e incredulidad. Pero enseguida comprendí que el muerto era yo. ¡Cómo me habían enredado los hijos de puta! Salí corriendo hacia Gemma, si la agarraba y la utilizaba como rehén quizá pudiera librarme. Ella estaba en pie, mirándome, de espaldas a la orilla y blandiendo una barra de hierro, cuando pequeños destellos azules comenzaron a iluminar el agua.
— ¡Mira! ¿Qué es eso? —dije señalando al mar—. Ella levantó la barra amenazante.
— ¡Joder! ¿Estás viendo eso? —Exclamó uno de sus hermanos. Entonces ella se giró. Miles, o millones de puntos azules iluminaban toda la rada con una luz fluorescente.
— ¡Hostia! Eso son algas bioluminescentes. Que lo he visto en un documental —dijo mi otro cuñado.
Hipnotizados por el espectáculo no vimos llegar las luces blancas que bajaron del cielo. No pudimos reaccionar.
Ni las luces azules son súcubos o algas, ni las luces blancas son Satanás y sus demonios. Es peor. Tal vez sea la penitencia por nuestra maldad, pero no es una penitencia divina. Aquí es imposible tener una noción del tiempo. Tanto puede ser que llevemos días o que llevemos siglos en este extremo de la galaxia, da igual, el sufrimiento es inmenso. Estamos estabulados y en simbiosis con esas plantas azules que regeneran las partes que perdemos y las hacen crecer desmesuradamente. De lo poco que puedo ver, además de Gemma y mis cuñados, hay más, muchos más, miles. Se alimentan de nosotros.