La mayor parte de la marinería eran mejicanos con apenas experiencia en la navegación, y por razones estratégicas los dieciséis marinos más experimentados fueron destinados a la Sonora, la goleta que debía explorar las costas en cercanía, asumiendo más riesgos que las otras dos naves, pero con dificultades para navegar en aguas abiertas.
A los tres días de partir el capitán del San Carlos, fruto de Dios sabe qué, enloqueció, teniendo que ser relevado por el capitán de la Sonora, Juan Manuel de Ayala. Pero las creencias y las supersticiones de buena parte de la marinería del paquebote hicieron que Bruno de Heceta creyera conveniente hacer regresar el paquebote a San Blas, desembarcar al capitán, renovar a la marinería que Ayala considerara, subir de nuevo a Monterrey para repostar y alcanzar, posteriormente, a las otras dos naves. El San Carlos no logró enlazar con las demás y se dedicó a explorar la bahía de San Francisco. Fueron estos hechos y algunos otros detalles los que parecían gritar que aquella expedición había nacido gafada.
La Sonora, ahora al mando del teniente de navío Juan Francisco de la Bodega y Cuadra, criollo, tuvo que ser remolcado penosamente por la fragata Santiago al carecer de las condiciones necesarias para enfrentar alta mar, aun habiendo sido reformado y adaptado antes de su partida. Poco después el escorbuto empezó a hacer mella en la tripulación de la Santiago, hasta que, con dificultades y penurias, el 9 de junio tomaron posesión para el reino de España de la Bahía de Trinidad, en California y comerciaron con los indios que allí encontraron. Parecía que la suerte volvía a arroparlos, aunque el escorbuto seguía produciendo bajas. La travesía siguió hacia el norte, cumpliendo las órdenes, y el 11 de julio anclaron en una bahía, conocida hoy como bahía Grenville, en lo que es el actual estado de Washington, siendo recibidos por una canoa con nueve indios de la tribu Quinault ansiosos de cambiar pieles por cuentas de vidrio. Al día siguiente, Heceta, y un grupo de hombres selecto, desembarcó para tomar oficialmente posesión de aquellas tierras, bautizando el lugar como Rada de Bucarelli y regresando rápidamente al abrigo de los buques.
La marea baja dejó atrapada a la fragata en una zona de bajíos a una milla de la costa, y la Sonora, mucho más maniobrable en ese terreno se acercó a la costa y envió a un grupo de siete hombres en lancha para conseguir agua dulce y leña. Juan Francisco de la Bodega y Cuadra vio impotente, con su catalejo, cómo nada más pisar la playa los marineros eran atacados por un grupo de no menos de trescientos indios. Seis hombres murieron en la misma playa y el séptimo, el joven guardiamarina de quince años Íñigo García y Urturi, más ágil que los otros, logró adentrarse en el bosque perseguido por una partida de unos veinte nativos. El resto de indios embarcó en sus canoas para abordar la goleta. Bodega se vio obligado a mandar disparar, logrando huir con dificultades y alcanzando a la Santiago mar adentro, haciéndose fuerte durante dos días, hasta proseguir la expedición.
12 de julio de 2013, Departamento de Antropología social de la Universidad de Sevilla.
«Para Íñigo. Que Dios le guarde en todas sus travesías futuras. De su tío que le aprecia. Don Álvaro García, Sacerdote Jesuita. IHS. San Blas, 14 de abril del año del Señor de 1769».
Jason García Brigth Seagull, un enorme indio de la tribu Chinook, alargaba la mano que sujetaba la vieja biblia con solemnidad. Sus ojos azules brillaban y su enorme sonrisa inmutable parecía dibujada sobre el rostro curtido. El decano de la facultad de Geografía e Historia agradecía la donación del texto y la colaboración de los descendientes de Íñigo García y Urturi en la reconstrucción de su vida y andanzas en tierras americanas. Lo que empezó por casualidad como una posible tesis doctoral se había convertido en un fenómeno mediático. «El euskaldun que descubrió Alaska» «La Pocahontas hispana» «El español que cristianizó el noroeste americano» Todo dependía de la línea editorial.
13 de julio de 1775. Un bosque indeterminado de la costa noroeste de América.
Hacía frío y humedad, y el refugio improvisado en un entrante de roca cubierto con ramas de helecho no había servido para nada más que para empaparle la ropa y dejarle el cuerpo dolorido. Íñigo no se había movido en toda la noche, y no pensaba moverse en mucho tiempo, hasta estar seguro de que ningún indio lo anduviera buscando. A pesar de estar arrebujado en su escondite y rodeado de una espesa umbría, pudo ver como el día clareaba y notar cómo el sol iba subiéndose con fuerza por el cielo, calentando cada palmo de aquel bosque. Cuando la piel de sus brazos reaccionó y notó su cuerpo ya caliente, Íñigo, molido e impaciente, decidió arriesgar, y palpando su daga y su florete, abandonó el cobijo de la roca con un ruido de tripas sugerente. He de comer, he de orinar y he de beber, pensó mirando con recelo a todos lados en busca de algún indio descarriado.
Ni sabía dónde estaba, ni esperaba compasión de aquella tribu, así que conociendo el camino por dónde había venido, miró al cielo y situó el norte, la ruta que debían de haber tomado la fragata y la goleta. Con suerte y si no tropiezo con salvajes, pensó, los encontraré anclados en alguna rada. Si no muero antes envenenado por algún fruto o alguna hierba, se dijo al entender que no tenía ni la más remota idea de qué eran todas aquellas plantas de aquel extraño bosque. Probó unas bayas azules y eran dulces, luego lamió el agua condensada sobre las hojas de los helechos y se puso a caminar hacia el norte intentando no salir de los límites del bosque para no quedar expuesto. Las muchas horas pasadas en la cofa del trinquete no solo le habían agudizado la vista, también el oído se había acostumbrado a diferenciar los crujidos de la nave del romper de las olas en un bajío, o del rasgar de los delfines al salir a la superficie; y aquel ruido sordo, casi imperceptible, era el caminar de varios hombres dirigiéndose hacia el sur. Se agazapó entre el sotobosque, y cuando los pasos se alejaron salió corriendo mirando al sol, en poniente, esperando que llegara la noche. Una noche larga y fría, y un verano extraño y desconocido para él, acostumbrado al clima de Méjico. Esa noche la pasó caminando, había salido del bosque y avanzaba por un páramo en el que encontró un arroyo, bebió y comió de aquellas bayas azules; el estómago se le descompuso y la diarrea lo dejó tan seco como antes. El cansancio lo superó y se quedó dormido cuando rayaba el alba.
Al notar que su cuerpo estaba caliente al sol y su cara fresca, como si una sombra la cubriera, abrió los ojos. Se quedó quieto, petrificado, mirando a los cuatro indios que lo rodeaban. Estoy muerto, pensó, y los indios rompieron en carcajadas. Atado con una soga por el cuello anduvo todo el día hacia el noroeste. Al menos estoy vivo, dijo para sí, y me han dado agua y cecina. Si logro escapar iré hacia el oeste, al mar, pensó.
Durante cinco días acompañó a aquellos indios en su partida de pesca del salmón, atado como un perro y tratado como un simio. Aquel chaval rubio de ojos azules, tan delgado y alto como una caña, les hacía mucha gracia. Hasta mucho después no comprendió la suerte que había tenido al caer en manos de los Chinook. Los dos años siguientes no fueron fáciles, fue tratado como una mascota, pero aprendió el idioma y su vida de guardiamarina le fue útil; los Chinook eran buenos pescadores e Íñigo se apuntó a las partidas de pesca de la ballena, donde destacó ganándose el respeto de los indios. A los tres años era uno más de la tribu, y la construcción de canoas con velas latinas le dio posición y preeminencia. Poco después de cumplir los veintiún años, tras la celebración de la fiesta del primer salmón, Íñigo se presentó en casa del jefe Oso Tuerto con una docena de pieles de gamo, seis salmones, dos velas latinas y la ajada biblia que le había regalado su tío al cumplir los ocho años y entrar en el cuerpo de guardiamarinas; Flor de Arándano, su hija, salió corriendo del hogar, roja como un tomate. Durante el mes siguiente Íñigo construyó su propia cabaña y Flor de Arándano se pasó los días escoltada por una anciana que no la dejaba ni a sol ni a sombra. Tuvieron cuatro hijas y tres hijos.