La temporada de la anchoa en el Cantábrico había comenzado ilusionante, con unas cuotas muy por encima de las anteriores campañas, y Antxon, el armador del Petrel y el Santa Engracia, y patrón del primero, salía a la mar sin la dolorosa contractura de trapecio que le había jodido los últimos años; y es que los nervios y la presión se agarran a cualquier parte del cuerpo. El buen tiempo había facilitado la labor los últimos días y en el ambiente se notaba la alegría y el buen estar de las tripulaciones, pero aquella calma y aquellos peces erizaron el vello de muchos.
La brisa cesó de golpe y el mar encalmó quedando como un cristal pulido bajo el cual el cardumen de boquerón se mantenía inmóvil, quieto, flotando entre dos aguas en perfecta formación, mirando al oeste. Los marineros dejaron de recibir el soplo de aire en el cuerpo a pesar de estar los barcos en movimiento, y las proas apartaban el agua en su avance sin levantar olas, como si avanzaran en un mar de aceite.
Los patrones hablaron entre ellos. Paremos motores dijo uno, y los motores callaron sumiendo el mar en un silencio incómodo, agobiante. Los aparatos no mostraban nada extraño, la presión atmosférica normal, desde tierra confirmaban la predicción de los equipos de a bordo, viento suave, temperatura de 19ºC, despejado…pero no había viento y hacía un frio seco e hiriente. Y aquellos millones de peces inertes, ocupando el mar. Moha, dijo un patrón, coge un salabardo y sube unos boquerones.
—Aquí el Nahiko ama. Este pescao está vivo, pero como hipnotizao. ¿Echamos el cerco? Cambio.
—Soy Charly de la Relámpaga. Haced lo que queráis, oye; pero yo me espero, que los míos están empezando a hablar de magias y hostias, y no quiero líos. Cambio.
Todos esperaron. Asomados a las bordas miraban hipnotizados el mar perfectamente liso bajo el cual todos los boquerones del mundo formaban en animación suspendida. Las colillas de los cigarrillos caían a la superficie del mar y quedaban flotando como sobre una gelatina, los escupitajos se fundían con el agua sin removerla, dar con un palo al agua era como darle a un pedazo de mantequilla, mientras las anchoas seguían paralizadas, impertérritas, como atrapadas en un gigantesco bloque de metacrilato. La brisa no volvía, las horas pasaban y las tripulaciones se ponían cada vez más nerviosas.
— ¡Joder, patrón! ¿Por qué no volvemos a casa? —Se aventuró a decir Matías.
—Solo un poco más —respondió el patrón—. No nos va de unas horas —
Los patrones habían pactado esperar a un cambio. No se atrevían a coger aquellos cardúmenes inmóviles por si estuvieran afectados de algo extraño y tuvieran luego que desechar toda la captura, pero tampoco se atrevían a dejar en blanco la jornada. Lo más sensato y económico era esperar un tiempo prudente con los barcos quietos, en espera de que la normalidad regresara; porque la normalidad siempre regresa.
La quietud y la ausencia de brisa eran desesperantes, algunos hombres se soplaban mutuamente a la cara para sentir la vida. Todos se habían abrigado, pues el frio hiriente contradecía las lecturas de los termómetros, que seguían marcando 19º C.
El tiempo añadió el silencio de los marinos al silencio del ambiente, y la mayoría entró en un sopor enrarecido, mientras los patrones miraban la hora por un ojo y al sol cayendo en el horizonte por el otro. Un ruido sordo, como la vibración más grave de un bajo de ópera, comenzó a elevarse poco a poco por los cascos de los pesqueros; poco a poco, en un crescendo inquietante. Todos los barcos lo sintieron a la vez y todos los hombres se asomaron al unísono.
Las anchoas, abandonando su anormal parálisis, saltaban ahora como locas, chocando unas con otras, como si quisieran juntarse hasta fundirse en un solo cardumen macizo. El sonido se tornó agudo y ensordecedor, los hombres gritaban para hacerse entender, los motores se pusieron en marcha cuando varios marineros señalaban con el dedo al cielo, justo en la vertical de la masa enloquecida de boquerones. Allí una tenue neblina crecía con giros turbulentos, agrandándose hasta tapar el cielo y ennegreciéndose hasta crear la noche. Ahora la parálisis estaba en los marinos que veían abrirse un hueco en la negrura y dar paso a una luz verde y brillante que se volvió blanca y cegadora. De súbito ya no hubo mar, ni anchoa, ni cielo, ni horizonte; las quillas de los barcos estaban a la vista, las naves estaban suspendidas en la nada y el terror se apoderó de aquellos hombres. Imposible conocer cuánto fue el tiempo, los relojes estuvieron siempre quietos. A unos les pareció un instante y a otros una eternidad. Cuando volvió a aparecer el mar bajo los barcos y el cielo azul arriba, todos los hombres se miraron y, enseguida, se tocaron, sonrieron y miraron por la borda. Nada, ni una anchoa, bajo ellos un mar huero.
—Petrel a puerto. Petrel a puerto. Habla el capitán Ajuria. Contesten. Cambio.
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