Como él ha habido muchos, y los habrá, pero el Fauno ha sido el único en sobrevivir y, naturalmente, el primero y único en escaparse, quizá creando un grave problema para la humanidad.
Las ecografías mostraban tan solo un varón algo más menudo que la media; el embarazo fue normal hasta el nacimiento prematuro de un bebé de piel muy clara y áspera que lloró, como estaba previsto, al tiempo que dilataba unas abominables hendiduras bajo sus orejas. Al poco de nacer la piel pareció marchitarse y se volvió gris, al tiempo que el bebé daba síntomas de asfixia. La comadrona lo colocó en un baño con agua tibia y le intubó oxígeno. No vivirá, dijo el ginecólogo, mejor sería evitarle sufrimientos al crío y a su familia; fue un simple comentario, de esos que no comprometen en un juicio, pero suficiente para que la comadrona hundiera la cabeza del chico en el barreño.
— ¡Respira! Doctor. Respira por esas cosas.
Así fue como Raimon pasó a convertirse en «α-1», la mutación viable de un humano anfibio, más marino que terrestre, pero anfibio. Un equipo interdisciplinar formado por médicos, biólogos, informáticos, sicólogos, y físicos de diferentes especialidades y venidos de todo el mundo conformó su nueva familia, con sede en un espacio del Instituto de Investigaciones Marinas de Vigo en el que un gran tanque de agua marina que podía conectarse con una zona acotada de mar abierto devino el hogar de «el Fauno».
Allí creció, ante la mirada y los análisis de la ciencia, y el impertinente acoso de algunos medios de comunicación. Aunque nunca logró articular palabra debido a la configuración anormal de sus cuerdas vocales que tan solo le permitían emitir una amplia gama de gritos agudos, él, a los quince años entendía perfectamente el castellano, el inglés y el italiano, y se comunicaba mediante un código complejo de figuras dibujadas y signos similares al lenguaje de los sordomudos. Pasó por los mismos procesos que cualquier otro chico, la infancia con gran apego a las diferentes figuras paternas o maternas de su entorno, que no eran otros que los especialistas que lo estudiaban; una adolescencia marcada por la negación del padre y una explosión hormonal que no pudo canalizar hacia nadie por ser único, y luego un tránsito a la vida adulta cargado de preguntas sin respuesta que lo fue haciendo huraño y esquivo. Comenzó a pasar muchas más horas en la zona acotada en mar abierto, solo, pescando o mirando al infinito a través de la malla. Se negaba a colaborar en los ensayos científicos y llegó a agredir a una doctora que quería tomarle la tensión. Tuvieron que dispararle sedantes para poder sacarlo del tanque, mientras su cabeza no dejaba de preguntarse: ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
En ese momento empezó su resentimiento hacia la especie humana y su voluntad de huir de allí. Pero ¿Qué haría él solo en un océano infinito y desconocido? Y pensando en su soledad día tras día, brotó un conocimiento ancestral, una idea que no surgía del cerebro sino de los genes, una convicción. Cerró la exclusa que comunicaba con mar abierto, salió del tanque y en el panel de control subió la temperatura del agua. Se sumergió escondiéndose en una cavidad artificial del fondo y cuando la temperatura del agua superó los 20º C comenzó a notar los cambios. Horas después transmutado en hermafrodita se auto fecundó, y diez días más tarde medio centenar de inmaduros atravesaban la malla de la zona acotada para esperar a su progenitor al otro lado.
Hacer un hueco suficiente en la malla exterior sin que saltaran las alarmas le costó algo más, una semana, pero lo logró y «el Fauno» desapareció una noche de abril con todos sus vástagos.
Hoy, diez años después, cuando el mundo ya se había olvidado del «el Fauno», es imposible saber cuántos de ellos hay, ni cómo es su biología o su velocidad de crecimiento, pero debe ser un metabolismo rápido, porque ya se han documentado cuarenta y tres ataques a pueblos costeros en el último año, en todos los océanos del planeta.