Era ya de noche y, desconcertado, Simón se quitó los zapatos y nadó mar adentro, evitando los rompientes de las rocas, ya sin ganas de morir, buscando una cala donde reposar sin peligro.
A sus once años era un buen nadador, la natación era una de las disciplinas reina del internado, con una piscina cubierta de veinticinco metros y otra olímpica descubierta. Vio unas luces no muy lejos y nadó hacia ellas, era el «Alizee», el yate de un millonario corso afincado en Barcelona y conocido por su aversión a la exposición pública y por hacer negocios en los límites de todos los límites. François, que así se llamaba, escuchó la historia del muchacho, se puso en su piel y decidió hacer desaparecer a Simón García y traer a la vida a Simón Chastain, su sobrino desde ese momento: partida de nacimiento, documentación, una historia familiar… en fin, todo lo que el dinero puede pagar para hacerte renacer.
Simón a los veinte años parecía destinado a ser un nuevo Edmond Dantès, el Conde de Montecristo del siglo XXI, urdiendo la venganza sobre aquellos que le habían hecho la vida imposible en sus primeros años, arrastrando a la miseria a sus acosadores, arruinando el internado que le aprisionó y llevando a la quiebra los negocios de su padre, ahora en manos de los hijos de una segunda esposa. Pero no, parecía haberlo olvidado todo y se afanaba en los negocios de François, ya prácticamente en sus manos, y en jugarse la vida cada primer miércoles de mes con uno de sus barcos.
Tras sobrevivir a la caída por el acantilado, en Simón fue creciendo con los años la convicción de que él era poco menos que inmortal, que estaba protegido por alguna fuerza superior, y ponía a prueba su creencia llenando el depósito de gasoil, entrando al atardecer del primer miércoles de mes aguas adentro, trazando un rumbo al azar, poniendo el automático y tumbándose con cascos, música a tope y antifaz, confiando en que mientras sonara el viejo CD no se cruzase con él ningún otro barco, o se apareciera en la proa un acantilado o un bajío rocoso.
La suerte le había respetado durante siete meses, pero aunque no fuera consciente, estaba claro que el crédito se iba agotando. Ese primer miércoles de septiembre Simón tan solo sentía el vaivén de las olas y el olor a mar, cuando recibió una patada en el costado.
— ¡Oye, despierta! ¿O es que quieres matarte? —Al levantar el antifaz vio a una mujer con neopreno que estaba parando motores y maniobrando a estribor—. Menos mal que pasaba por aquí, si no te comes esas rocas. Bueno, vamos a por mi jetski y si te espabilas podrás continuar hasta el puerto.
— ¿Cómo? ¿Cómo? ¿Quién eres? ¿Qué coño haces…
—Una que vivía tranquila hasta que encontró un gilipollas navegando en sueños. ¿Cómo te has podido dormir y dejar este trasto a su bola?
Era de mediana estatura, con pelo color cobre, un pelo rojo metálico, y ojos grandes y verdes; el neopreno definía una figura armoniosa y su amplia sonrisa dejaba entrever una inteligencia ágil y un espíritu alegre. Simón se rindió al momento, entre balbuceos hiló un discurso absurdo sobre el porqué de su situación en el barco, se presentó creyendo impresionar a la mujer, que no tenía ni idea de quién era Simón Chastain ni la corporación Merbleue que presidía. Ella, sin dar su nombre, montó en el jetski y salió zumbando hacia la oscuridad.
Simón dejó su lujoso despacho y se instaló con un cargamento de ordenadores y Smartphone en una habitación del hotel Llafranc, en Palafrugell. Tenía que encontrarla. Preguntó por la descripción a todo el que se encontraba por la calle, preguntó en el puerto, navegó por la costa, hasta que a los nueve días se la tropezó saliendo de una panadería en Calella de Palafrugell y, ante su sorpresa, al reconocerlo le dio un empujón y salió corriendo. La pilló abriendo el candado de una moto.
Dos horas y tres gin-tonic más tarde, tras quedar claro que Simón era un empresario de aguas turbulentas y Nuria, que así se llamaba, explicar que de día era deportista de jetski y de noche, para complementar, transportaba hasta la costa ciertos fardos de ciertas sustancias que se le caían al mar a ciertos tipos, ella dijo: La noche que te encontré haciéndote el suicida estúpido, al volver a tierra, pensé que era una trampa y que tú eras de los mossos o de la guardia civil, por eso estuve cinco días sin salir y con dos colegas en las calles viendo si había algo sospechoso. Un día después acabaron en la cama y dos días más tarde Simón la había contratado como enlace, que sus negocios también requerían de cierto personal especializado, tanto en mar como en tierra.
Claro está que, cuando una relación se consolida, acaba llegando el día del álbum de fotos familiar. Mira esta soy yo en la playa con cinco años, mira aquí con el palmón un domingo de Ramos, mira aquí con tres años en la bañera, Mira aquí con siete con mi hermano, aquí con dieciséis y con mi hermano y dos amigos suyos, ¿Ves? Este de la derecha fue mi primer ligue… Tienes que conocerlos, te gustarán. Y, claro, si no hubieran sido los tres hijos de puta que lo persiguieron hasta el acantilado no la habría estrangulado, pero la vida toma caminos extraños y se despertó la bestia. Sacarla del apartamento sin llamar la atención fue cuestión de tres llamadas telefónicas, enviarla al fondo en alta mar fue más sencillo.
Ahora los primeros miércoles de mes Simón ya no sale con el barco, abre una botella de vino, carga una bala en el revólver y se dispara en la sien. Ha pasado año y medio. Quizá sea inmortal.