Marcial asintió al tiempo que notaba cómo su vida, de repente, había adquirido un sentido. Con una tiza se enfiló al espigón y, al llegar al final, donde las rocas se hundían en el mar, trazó una línea amarilla y se sentó observando fijamente cómo el oleaje rompía sobre la piedra. A la hora de siempre su padre lo llamó y volvieron a casa. Esa noche llovió y la línea amarilla desapareció, pero Marcial era un niño serio y con una gran voluntad, así que volvió a trazar una línea amarilla con pintura de exteriores.
A los nueve años levantó la mano en clase de naturales y refutó la teoría de la erosión argumentando con sus propios datos: Profe, llevo cuatro años observando cómo el mar se come mi espigón; con un metro mido el desgaste día a día, y ni un milímetro ha erosionado el mar en estos años. La erosión es una leyenda urbana. En su ficha escolar, en el reverso, se podía leer una anotación a lápiz: Creo que padece algún tipo de anomalía no diagnosticada.
Una vez demostrada la falacia de la erosión, Marcial, ya con doce años, obtuvo el permiso de su padre para navegar con la «Cáscara de nuez», un bote roñoso con un motor anarquista y dos sólidos remos a juego. Al mes, aburrido de dar vueltas sin sentido por el mar, Marcial regresó a su obsesión, la ciencia y la exactitud. Ancló una boya amarilla y roja en un punto a unos ciento cincuenta metros de la orilla al que llamó: 23SW – pito blanca N. Como la boya no se iba a mover y el dominó era el juego preferido de su padre, dedujo con sabiduría que la localización exacta era irrelevante y de paso homenajeaba a su progenitor. Saber cómo variaba la profundidad en aquel punto exacto sería muy relevante en el futuro de la humanidad, pensó Marcial, y dotado con una bovina de cuerda de cáñamo de ciento cincuenta metros, a la que dotó de marcas cada cinco centímetros, y lastrada por un cenicero de su padre, navegaba cada tarde a las siete en punto hacia la boya, y sondeaba. Seis metros y veinte centímetros fue su primera anotación en el cuaderno de campo. Cinco años después, el día que su padre le comentó que quizá tendría que hacer algo en la vida, anotó seis metros y treinta y dos centímetros, cerró el cuaderno y se dedicó a gestionar el kiosco. Pero estudia algo, hijo, que verás como la vida te cambia para mejor, insistía el padre de Marcial con más rutina que convencimiento. Y Marcial encontró algo, o algo le encontró a él: « ¿Buscas un futuro profesional seguro? ¿Buscas un trabajo innovador? ¿Amas la gastronomía? CFC te ofrece la primera especialización en “Cata de agua marina”. Conviértete en uno de los primeros especialistas catadores de agua marina y disfruta de un futuro pleno». Con los ahorros del trabajo en el kiosco, unos minutos al día en Internet, y varios chupitos diarios de agua de mar recogidos en diferentes lugares de la costa, Marcial obtuvo un imponente diploma de catador de agua marina del que se rieron con ganas en el primer restaurante al que acudió con su currículo, en el segundo, en el tercero…y al cuarto ya no fue.
Marcial, deprimido y aprovechando su oficio de kiosquero, se refugió en la lectura y, entre tantas revistas absurdas, que si del corazón, que si de bricolaje, o de motos, coches, decoración y bobadas por el estilo, encontró una que entroncaba con su afición de toda la vida: La ciencia. «Criptozoología. Lo que el poder oculta» se titulaba; y tenía su revista mensual en papel, su facebook, su blog, su twitter, si Instagram y más cosas; era, sin duda, una referencia para personas como Marcial, devotos de la ciencia. Esas lecturas y la «Cáscara de nuez» le llevaron a vigilar los amaneceres de la Costa Brava con unos prismáticos en busca de sirenas, górgonas, leviatanes, hipocampos, y otros seres de nombres impronunciables que, al parecer, moran en nuestros mares arropados por el silencio de las autoridades. Y en esos amaneceres de prismáticos y emoción contenida, Marcial vio una extraña mancha mar adentro que recortada con el sol naciente parecía un tritón que saludaba, y emocionado puso proa hacia aquel mito, que resultó ser un hombre al agua, un diputado estúpido y mojado que acabó siendo un idiota agradecido.
Asesor de confianza, se llama, le dijo a Marcial el diputado, buena paga y aquí me tienes para lo que quieras. Madrid le parecía secano, pero se comía bien y tan solo le pidieron que rumiara proyectos para la mejora del medio ambiente marino, pero sin mucho coste; dijeron que se le consideraba un experto y todo el mundo le quería, así que Marcial, convertido en una especie de alto cargo, se tomó en serio su trabajo y, sin mirar el reloj, edificó un proyecto para evitar la subida de la temperatura en el Mediterráneo, y era un proyecto razonable, económicamente aceptable y que no alteraba la vida normal de los ciudadanos. Era una idea genial, un colector de hormigón que desde un punto indeterminado entre Tarragona y Castellón, penetraba en el mar con un filtro y un motor especiales que absorbían las quimeras marinas, las responsables del cambio climático según se había demostrado científicamente en un estudio del departamento de Criptoambientología de la universidad de Foolcity, Islas Marianas que, si bien no fue publicado, sí fue enviado a la revista Science.
La inversión, aunque inútil, generó mucho trabajo en la costa mediterránea, y Marcial ganó influencia entre constructoras y gobernantes, pasando de simple asesor de confianza a subsecretario de Ecoloepistemología, de nueva creación. Su tarea consistía en navegar día sí día también por la costa mediterránea junto a dos expertas matemáticas que, mientras Marcial pescaba, intentaban desarrollar un algoritmo que aplicado musicalmente deviniera en una eficaz danza de la lluvia que en un futuro revertiría los efectos del cambio climático en el país y, bien vendido, en el planeta en general. Lamentablemente el proyecto se tuvo que suspender cuando Marcial fue nombrado ministro de cultura. Marcial nunca ha dejado de navegar en la «Cáscara de nuez», ahora un yate de trece metros de eslora, por esta Costa Brava tan querida.
Extraños tiempos, estos.