Bajo la quilla un cementerio de seres humanos que daban portadas de prensa cada cuatro o cinco meses, mensajes de facebook cada dos o tres semanas, tuits fatuos de hora en hora, y todo para desembocar en un delta de likes adornados por una cohorte de emoticonos ridículos. Rómulo, que ya estaba harto de responder a los italianos que no tenía nada que ver con Remo, ni con la Loba Capitolina, se seguía preguntando por qué estaba allí.
Con treinta años Rómulo había dejado de dormitar gratamente en los despachos de la facultad de geología revisando exámenes, mirando piedras e investigando el comportamiento del magma en la isla de Hierro, un trabajo ingrato que le consumía la vida frente a modelos matemáticos que brotaban de las pantallas de los ordenadores y las tabletas. Entre cabezada y siesta recordaba su época de estudiante, el entusiasmo por el conocimiento, la capacidad de no dormir en varios días, la risa provocada por el consumo de ciertas sustancias, la explosión sexual, la discusión y la controversia en las tertulias de bar; en fin: parecía añorar otros tiempos.
Un golpe de mar alejó a un hombre de la zodiac, meciéndole en la peor de las muertes, y Rómulo metió su cerebro en aquellos años de la adolescencia en los que se negaba a meterse en el agua, ya fuera mar, río o piscina, y en todos los problemas y bromas que derivaron de su terca actitud, comenzando por la intransigente postura de su tía, y en desamores lastrados por su aversión al agua rematados con burlas hirientes. Recordó a Bea y cómo desapareció el encanto el día que el grupo fue a bañarse al río. Pensó en el primer día de piscina en el colegio, cuando de nervios se meó encima, y el estigma que arrastró hasta que entró en la universidad.
Subiendo por la escala de cuerda acompañando a un crío exhausto, Rómulo se vio a sí mismo con cinco años, sentado, empapado de agua y muerto de frío sobre el tejado del caserón, viendo como su padre y su madre eran arrastrados por la corriente mientras le gritaban: ¡No te muevas, hijo, no te muevas!. El maldito tifón de Filipinas del año 1987, Nina lo llamaron, el que se llevó a sus padres, y a decenas de personas que flotaron delante de él durante horas. Ese tifón que lo dejó media vida en dique seco y, superado el trauma, quizá el responsable de que ahora su vida estuviera en la cubierta de un barco de rescate.