Esa era la tarea casi obligatoria que se imponía Lucía cada una de las mañanas de sus vacaciones, cuando la playa apenas contaba con unos pocos noctámbulos y unos menos madrugadores. Esa mañana se le unió al juego un cachorro de labrador, negro como el tizón, que multiplicó el placer por infinito hasta que, absorta como estaba, tropezó con un hombre extraño, tirándole un libro a la arena.
—Perdón, perdón —se excusó Lucía mientras recuperaba el libro del suelo y se lo devolvía a aquel señor.
—No pasa nada. No pasa nada, pero anda con más cuidado niña —le contestó con tono seco el hombre.
Era un señor ni alto ni bajo, algo encorvado y con pelo largo, pero muy escaso, y una prominente nariz sobre la que cabalgaban unas gafas de cristales de culo de vaso tras los que se escondían unos ojos diminutos y de un azul cielo casi transparente. A Lucía le llamó la atención la cesta de mimbre medio llena de caracolas y conchas que le colgaba del antebrazo izquierdo, y la lupa que sujetaba con la mano del mismo brazo.
— ¡Hala, que chulo! ¿Me da una? —preguntó Lucía estirando el brazo y cogiendo una preciosa caracola anaranjada.
— ¿Qué haces niña? —Bramó el hombre— ¡No toques mis caracolas!
El cachorro de labrador, asustado, se dio a la fuga y volvió con su dueño. Lucía, haciendo gala del carácter que su madre decía que tenía no se reprimió: ¡A mí no me grite, señor, que no he hecho nada malo! ¿Y por qué es usted tan maleducado? Unos segundos más tarde el hombre contestó, Pues es verdad, he sido un maleducado, pero es que me concentro tanto en mi trabajo que, si me sacan de él, pierdo los papeles. ¿Me perdonas?
—Los papeles ya se los he devuelto —dijo Lucía señalando el libro—. Y no está trabajando, está recogiendo conchas.
—Ese es mi trabajo.
A Lucía no le entraba en la cabeza que nadie pudiera trabajar de recoger conchas y caracolas en la playa, y así se lo dijo al hombre. Soy un especialista, respondió el señor, el mayor especialista del mundo en la belleza total. Mira esta caracola, y le entregó una a Lucía, mírala bien, es una Littorina littorea, admira su belleza y la perfección de sus formas a pesar de su escaso tamaño. Era bonita, sí, pero tanto como cualquier otra, y Lucía se lo dijo bien clarito, por lo que el hombre le acercó la lupa insistiendo en que se fijara en su belleza singular y, dándole otra caracola diferente dijo: Compárala con esta Ranella olearium y verás sus diferencias al mismo tiempo que apreciaras la perfección de sus estructuras. Por algún motivo, dijo el hombre, el universo crea la perfección en las orillas de nuestro planeta. He viajado por el mundo recorriendo todas las orillas posibles, para estudiar y clasificar su fruto, las conchas y las caracolas. Soy una especie de coleccionista de orillas. En las orillas encuentras conchas suaves y finas de tonos mágicos, otras de superficies duras y agrestes con magníficos interiores nacarados, algunas de construcción sencilla y radial con interiores de un lujo rosáceo y decadente. Las orillas son la cuna donde nace la belleza de este mundo, y yo, Severino Yermo, las estudio, colecciono y clasifico, e intento averiguar cómo se produce esta belleza insuperable y de dónde viene. Qué mente superior ha podido crear estructuras tan perfectas y bellas que sobresalen entre los tristes granos de arena de las orillas del mundo. ¿No te das cuenta, niña, de que la mayor belleza y hermosura del universo se concentra en las orillas de la Tierra?
Lucía miraba perpleja al hombre, que seguía encorvado mirando al suelo mientras le concedía aquel discurso.
— ¿No es verdad lo que te digo, niña? ¿Hay algo más bello que las orillas y sus conchas y caracolas? ¿A que no se te ocurre nada?
—Señor ¿Alguna vez ha levantado la cabeza y ha mirado allí? —respondió Lucía señalando al horizonte con la mano.
El hombre se irguió y, por primera vez en su vida, vio el mar. Un rato después, mientras dejaba caer al suelo la cesta de caracolas, unas lágrimas resbalaron por las mejillas llegando a sus labios, y supo cuál era el sabor primigenio de la vida, y el origen de toda belleza.