— ¡Por Dios, Benito, no nos dejes!
—Mire, madre, con todos los respetos: Que les den. Que esto es miseria podrida y siempre lo será.
El chico con catorce años ya prometía. Era conocido como excelente cazador de ratas y gatos, la escasa proteína que se podía encontrar gratis en el barrio de A Moureira de Pontevedra, en aquellos años de principios del siglo XIX, y también por su habilidad para mantener vivos a los animales durante horas y luego despellejarlos en vivo antes de cocinarlos; pero en esos tiempos antiguos esas cosas a muchos les hacían gracia.
Cuando a los diecisiete años se fue de casa no fue tanto por la miseria, el asunto del contrabando ni aquella minucia de la violación, se debió más a un sargento del ejército que apareció degollado tras unos sacos de café en un tinglado del puerto. Y allí cerca, en una mesa de nogal al aire libre, encontró al encargado de reclutar a cinco hombres para El Defensor de Pedro, bergantín brasileño de siete cañones que alternaba el corso contra la Armada Argentina y la trata de negros como negocio. Benito Soto Aboal, señor, para servirle, diecisiete años, fuerte, listo y con todos los dientes, mire, le dijo al hombre tras ahuyentar a los cinco mozos que hacían cola y todavía con la navaja en la mano.
A los quince días de navegación, rumbo a Río de Janeiro con su carga de sedas y trapos valiosos, el capitán le dijo al piloto: Me gusta ese chaval, el tal Benito, aprende rápido y tiene carisma. Peligroso, pero con carisma. Me gusta, no le quites ojo de encima, ya me entiendes.
Benito era bueno en las labores de marinería, excelente espadachín, gran polemista y, como se vio tras el asesinato del ayudante de carpintería por una dudosa mano de cartas, un tipo sin escrúpulos, pero carismático, capaz de hacerse con los favores de muchos.
Una vez en Río de Janeiro el reparto del beneficio sobre la venta del cargamento le pareció injusto. Se asomaba por los burdeles más lujosos viendo al capitán, al segundo y al piloto festejar con lo mejor de la sociedad, mientras el resto de la tripulación se tenía que conformar con vino aguado y sucias rameras. Dos meses después El defensor de Pedro, con una carga de cacao, tomó rumbo a África con Benito como piloto, su antecesor fue encontrado ahogado en su propia mierda en las letrinas de un fumadero de opio. Benito, como piloto, se dio cuenta de que la ruta tomaba un sesgo extraño, y puso al cocinero a escuchar. Dedujo de los rumores que el cargamento de cacao era un cargamento de paja preparado para hacer hueco al botín del asalto a una fragata argentina que interceptarían en tres días, e inocente, o no, se lo comentó al capitán con alguna exigencia sobre los beneficios. La respuesta no le gustó a Benito; eso de que no se metiera en los asuntos del capitán y lo de que el beneficio vendría a la vuelta con la carga de negros no le acabó de gustar.
El abordaje a la fragata argentina fue un éxito, y Benito pudo asesinar a siete marineros antes de recibir la amonestación del capitán. Ya rumbo a África, Benito se tornó más dialogante, menos seco y más amigable, logró hacer un gran grupo de amigos a bordo y convencerlos de que no era justo el reparto de beneficios. Entonces tocaron tierras africanas, en un lugar que la historia quiere guardar, pero que coincidió con la mayoría de edad de Benito, y para celebrarlo decidió pasar a cuchillo al capitán y a todos sus fieles aprovechando los excesos del alcohol y el sexo. Vamos, lo que se dice un motín en toda regla. Benito tomó el mando de El defensor de Pedro, lo rebautizó como La Burla Negra, izó un estandarte negro y se lanzó al Atlántico con el único fin de enriquecerse a costa de lo que fuera, en especial si era un lo que fuera británico.
Hasta ese momento, Benito fue un total desconocido, un sicópata don nadie, pero tras adentrarse en el Atlántico abordando a la Morning Star, fragata mercante británica, asesinando a la mayor parte de la tripulación, fue haciéndose un nombre y un patrimonio que pensaba convertir en efectivo en su Galicia natal.
La Burla Negra acechó por las Azores, lugar de paso obligado de la ruta de las Américas, dando cuenta de la fragata americana Topacio y comenzando su reguero de sangre y beneficios que acabaron conduciéndola a A Coruña con la idea de lavar sus tesoros. Benito entró en cólera al ver que no sería fácil. La gente lo respetaba o le temía, pero ningún banquero ni prestamista se quería hacer responsable. El pato lo pagó María, la madama del burdel donde se hospedaba y que le había proporcionado los contactos. La mujer vio mermar sus dedos en la misma cantidad que los contactos inútiles que proporcionó a Benito.
Se rumoreaba que Benito antes de partir a Cádiz pasó por su Pontevedra natal y enterró gran parte de su tesoro en algún lugar. En Cádiz pensaba deshacerse del barco, repartir el resto de sus pillajes y dedicarse a la vida fácil; era un chaval de 25 años con toda una vida por delante: ¿Para qué seguir en alta mar? Total, también se puede asesinar en tierra; sobre todo si tienes mucho dinero. Pero Benito cometió dos errores: En primer lugar dar el puesto de vigía a un incapaz que confundió el faro de la Isla de León con el de Tarifa: encallaron. En segundo lugar haber dejado vivos a algunos tripulantes de la Morning Star, que casualmente estaban en Gibraltar y lo reconocieron. Los británicos, quizá con razón, le tenían ganas, y el juicio fue más que breve. La horca se llevó el secreto de su tesoro.
Al despertar en el hospital, Raúl noto la mano tibia de su compañera y escuchó la voz del médico: Se ha librado usted por los pelos. Inhaló una mezcla de opio y ricina que, después de ciento ochenta y tantos años tan solo lo adormeció.
Poco después pasaron por allí las autoridades con sus parabienes por haber hallado el tesoro de Benito Soto Aboal. Ya en casa recibió una carta de extinción de contrato por haber causado retrasos costosos e injustificados en las obras de rehabilitación. A los dos meses cerró «Reformas Raúl» y se embarcó en un buque factoría dedicado a la merluza del Cabo; y todo porque los Benitos de hoy ya no gobiernan bergantines de siete cañones, tan solo miran al mar desde sus bonitos despachos. El futuro tendrá que esperar.