Bendijo el acuerdo que permitía arrasar cuarenta mil hectáreas de bosque en Indonesia, maldijo la dura mollera de sus interlocutores y las horas de insomnio, bendijo los dos millones de dólares de comisión que acunaba adormecidos en su maleta rígida, maldijo el tifón que quebró el barco en el mar de la China pero bendijo el tablón que lo mantuvo a flote el tiempo necesario para maldecir a la mujer que ocupaba el bote salvavidas y arrojarla al agua llamándola « filipina de mierda».
Bendijo la ración de comida y el bidón de agua, mas no pudo maldecir a la Corriente de Kuroshio que lo largó hacia el Pacífico porque desconocía su existencia. Bendijo a los peces voladores que cayeron sobre la balsa dándole alimento y maldijo el sol inclemente y las noches frías que se sucedían eternamente. Bendijo la lluvia cuando llegó de nuevo y maldijo la pérdida de las llaves que abrían las esposas que lo unían al maletín, el sol y el salitre le estaban destrozando la muñeca izquierda. Bendijo la agónica llegada a la isla y maldijo su ridícula extensión de apenas nada, cinco palmeras y un arenal.
Bendijo la abundancia de peces y crustáceos al tiempo que maldecía la imposibilidad de hacer fuego, pero luego bendijo la balsa de agua dulce que había en el centro de la isla; eso fue poco antes de maldecir la brutal tormenta que casi le descarga un rayo sobre la cabeza. Bendijo la calma con la misma convicción con que había maldecido la tempestad. Maldijo el saberse fuera de cualquier ruta comercial y bendijo seguir vivo. Maldijo a Dios al ver los huesos de su muñeca asomar bajo las esposas y bendijo su puntería el día que apareció un alcatraz y comió carne.
Maldijo el tiempo pasado cuya dimensión desconocía y bendijo la poca carne que aún conservaba entre los huesos y la piel. Cuando el nivel del océano comenzó a subir, tan solo maldecía aferrado a su maletín. Cuando el agua cubrió la isla maldijo al pesado maletín que le impedía subir a las palmeras y a golpes de piedra separó su maltrecha mano del antebrazo. Maldijo su estupidez al darse cuenta de que sin las dos manos sería imposible subir a una palmera.
Luego la sangre atrajo al tiburón y Basilio dejó de bendecir y maldecir.