Los abuelos paternos y maternos, entregados y devotos de su hermana y de él, eran atentos y cariñosos hasta la náusea, siempre dispuestos a colmar cualquier deseo por ridículo que fuese, como el día en que, paseando por el pueblo, se encaprichó de un horroroso macetero de porcelana de dimensiones irracionales, porque en cada lado lucía el bajorrelieve de un fantástico dragón chino de color rojo, y le dijo a su abuela materna: Es mío, mío. Abuela lo quiero, cómpramelo, acompañándose de una rabieta convincente que concluyó con la abuela, el niño y el macetero en un taxi, y con su madre empujando el macetero hasta un rincón perdido del garaje mientras mascullaba frases inconexas sobre la educación, la laxitud de los abuelos, la estupidez de la abuela y varios ¡¿Qué coño haremos con esto?!
Una guardería fantástica, repleta de otros niños y niñas con los que jugar, tirarse de los pelos, morderse y reír como locos, y un parque repleto de árboles rodeados de una tierra espesa y sucia donde rebozarse con ganas, eran el complemento perfecto de su vida fácil, sin olvidarse de la playa y de su perro, Tritón, un labrador color chocolate que bien podía pasar por su caballo y que estaba especializado en meterse en el agua sin motivo alguno para salir después a empapar a los incautos paseantes.
Sí, era un niño feliz y sonriente que, como mucho, notaba las largas ausencias paternas, las normales de un capitán de barco que trabajaba al otro lado del mundo para una pesquera japonesa muy importante.
Un padre fuerte, alto y sonriente que cada mucho retornaba cargado de regalos exóticos. Un hombre juguetón de piel curtida, ojos brillantes y verbo suelto, pero padre escaso. Tan solo una cosa le aterrorizaba: a la hora del baño, cuando su madre se despistaba y la hermana, en cuclillas, se acercaba todo lo posible y le lanzaba aquel cachalote blanco de goma. Entonces Ismael, sin más motivo, rompía a llorar desconsolado.