— ¡Hijo, ven! ¡Mira lo que he encontrado! —En las tripas de un rape fresco la señora descubrió al soldado, pringado de mocos y aburrido de tanta soledad. El chico lo ayudó a lavarse, lo secó y, viendo el problema de la pierna, decidió esperar a su hermano mayor, hábil con las artes de la madera y las maquetas.
Un sábado el soldado estrenó una sólida pata de palo, de madera de balsa, de la que se sintió orgulloso, y el domingo estrenó el oficio de patrón de un velero teledirigido con la misión de vencer al resto de la flota de radiocontrol que regateaba en el puerto de aquel pueblo, encomienda en la que se mostró hábil y competente: ganó siete de las diez regatas en las que participó. En la undécima, una trasluchada mal calculada lejos del abrigo del espigón lo lanzó de nuevo al mar. Los malos pensamientos volvieron a su cabeza de plomo y, sin soltar el fusil, imaginó que descendía despacio pero sin salvación hacia el oscuro y negro abisal. Al darse cuenta de que seguía en la superficie sintió primero sorpresa y desconcierto, luego reflexión. Sí, la pata de madera lo mantenía a flote; una tabla de salvación, nunca mejor dicho, y la esperanza volvió al soldado.
Los días a merced de las corrientes y de la climatología fueron pasando y se hacían largos, eternos, hasta para un soldado de plomo, pero el aburrimiento no era uno de sus problemas. Conoció la dureza de los temporales, la fuerza del viento de Levante, los caprichos de las olas y la tenacidad de las corrientes marinas, pero también la calma y la bondad del sol, la belleza del cielo en la noche y la serenidad de la Luna. Su única preocupación era su pata de palo. La posibilidad de que se desenganchara o de que se pudriese y dejara de flotar le producía enormes crisis de ansiedad. Una noche de luna llena vio aterrado como miles de calamares, para él gigantes, danzaban como locos a su alrededor y debajo de él. Pasó unas horas de pánico que se podría haber ahorrado de saber que era un ritual de cortejo; que los calamares, cuando ligan, ligan a lo loco.
Una mañana soleada y tranquila un par de delfines la tomaron con él y se lo fueron lanzando como una pelota hasta que se aburrieron. El soldado, que no vio venir el asunto y no era capaz de comprender las enormes dimensiones de aquellos seres, solo pensaba: Mi pata de palo. Mi pata de palo, que no se rompa. La pata no se rompió porque el muchacho que la hizo era un gran profesional de las maquetas. Afortunadamente a los dos días el soldado varó sobre una isla y se tumbó al sol esperando que, en uno u otro momento, algún niño lo recogiera. El soldado no sabía de las aventuras de Simbad ni de su primer viaje, así que cuando la ballena despertó y comenzó a moverse no adivinó que ocurría y creyó que el mundo se había vuelto loco; la ballena se sumergió y el soldado volvió a quedar a la deriva pensando que la tierra había desaparecido bajo las aguas.
El soldado veía salir y ponerse el sol, y discurrir por trayectorias diferentes día tras día, pero no sabía interpretarlo; lo mismo le ocurría de noche con las estrellas, casi siempre las mismas pero en lugares diferentes salvo una, a la que llamó «La Reina» porque todas las demás daban vueltas a su alrededor, y eso que era una estrella de mierda, poquita cosa; debía de tener un carácter… Un tiempo después el soldado, con el mismo coraje y determinación con los que Ulises desafió a las sirenas, sobrevivió a la hipnótica danza de un enorme banco de sardinas. Jamás hubiera imaginado que ese ir y venir en formación de millones de sardinas tuviera el poder de doblegar la voluntad.
Una visión blanca e inabarcable se le apareció una noche de luna y nunca supo qué vaticinio traía ni el significado de aquellos símbolos negros: Ocean Shit Cruise.
Una vez pasó de largo, el soldado pensó en su futuro, no tenía conciencia del tiempo, pero desde que flotaba en el mar había visto tal cantidad de amaneceres, todos diferentes, que ya no podía pensarlos uno a uno. Entonces aparecieron las gaviotas.
Aquellos seres alados y fieros que se dejaban caer en picado sobre él, hostigándolo como las harpías hostigaron a Fineo hasta que fueron encerradas por Jasón y los argonautas. Una gaviota tras otra rasaba el vuelo sobre el soldado, que volvía a temer por su pata de palo. Afortunadamente las gaviotas indican cercanía a tierra y el soldado, a los dos días, desgastado, descolorido, con un fusil que más parecía un sable y un lustroso sombrero de copa trasmutado en ajado gorro frigio, con aspecto de anciano, descansó sobre la negra arena de Tenerife.
—Dad, look what we found. Is John Silver —Oyó decir el soldado a un par de niños con pelo de paja y piel enrojecida. El soldado de plomo se alegró por dejar el océano y por conocer otro idioma, pero sobre todo por conocer su nombre, se llamaba John Silver. Vivió con unos niños británicos, viajó en avión hasta Londres y allí le regalaron un loro de Lego y lo hicieron capitán de una fragata de Playmobil al que bautizaron como la «Hispaniola».
A partir de aquí, y a pesar de las muchas falsedades y tergiversaciones de un tal Stevenson, podemos decir que el resto de la historia ya se ha contado.