Yo los veía desde mi puesto de toda la vida mientras esperaba el tirón de una carpa, un barbo o un black-bass. Aparecían puntuales, a eso de las ocho y media, por la carretera vieja para aparcar el coche allá donde el pantano se la comía. Botaban el velero, se colocaban los salvavidas, anclaban el mástil y ponían las velas y todo lo demás, partiendo hacia lo desconocido aprovechando el viento solano, ese viento que desaparece cuando el sol calienta.
Así, un día tras otro, de lunes a viernes (entonces los sábados y domingos eran fiestas de guardar, de misa y responso, poca broma) los primos partían con el solano y regresaban varias horas más tarde en eternas ceñidas o a fuerza de remo. Si la pesca en pantano ya es aburrida de por sí, solo aceptable para seres excéntricos y solitarios como yo, la navegación a vela de aquella pareja me pareció un exceso abominable, en especial por la contumacia y la duración de las singladuras; comido por la curiosidad una mañana tiré la caña y esperé con mis prismáticos. Mi escasa fe en el ser humano no es ni de lejos comparable con mi nula fe en lo sobrenatural, lo que hace que nunca haya estado atento a eventos de tipo religioso. Ese día era domingo y la espera fue vana.
El lunes siguiente los mozos y mozas del pueblo tenían prevista una salida para pasar el día en una de las pozas del río Jerte, una actividad propia del verano. Luego vino el martes, y el miércoles, y el 470 no volvió a aparecer por el pantano. Al fin y al cabo era lo de siempre, no era amor por la vela, era simplemente amor. Un amor de entonces, indebido, excesivo, entre parientes y con una falta, que, al ser familia pudiente, acabó en una clínica de Lisboa en lugar de en manos de la raspadora del pueblo.
Tras los llantos y los reproches ella ha sido una regatista de éxito y él capitán de fragata. No soportan los pantanos.