¡Qué bien navegaba el barquito y qué marinero era! Álvaro lo seguía, vigilando que no entrara en el mar más de lo prudente, cuando una ola le dio un revolcón haciéndolo chocar contra la roca, y el pequeño velero desapareció como por arte de magia. El chico, extrañado, palpó la rugosa roca buscando el hueco que se había llevado a su barco de corcho y, tanto insistió en el empeño que al rato, casi tumbado sobre la arena y en una postura imposible, descubrió la entrada de un túnel que se hurtaba a la vista. A los siete años o eres un cagado o un superhéroe, pero de meditar más bien poco, así que Álvaro entró a por su barco reptando por el túnel y orgulloso de no ser un cagado.
El túnel, de no más de dos metros, se abrió de pronto a una cueva no muy grande, con un pequeño lago en el centro, en la que Álvaro podía estar de pie y que, asombrosamente, estaba iluminada por una luz tenue y amarilla, como una candela, que salía de… que salía de…que la emitía una niña dormida al otro lado del lago. Álvaro, asustado, no supo reaccionar, emitió un grito corto y ridículo, y se quedó quieto el tiempo suficiente para que la niña se despertara y, espantada, gritara con voz aguda mientras se apretaba contra la pared de la cueva. Pasaron unos segundos tensos que a Álvaro le parecieron toda una vida y, entonces, la niña luminosa preguntó: ¿Qué haces tú aquí? Y Álvaro se metió de un salto en el túnel, apareció de nuevo en la playa y salió corriendo hacia el camino que subía por el acantilado.
No había llegado arriba cuando vio a su madre y a su abuelo bajar por el camino encabezando una comitiva de hombres y mujeres del pueblo.
— ¡Hijo! ¿Pero dónde has ido? —preguntó la madre preocupada.
— ¿Cómo se te ocurre venir solo a los acantilados, jodido muchacho? —interrogó el abuelo.
Álvaro farfulló que quería probar el barquito de corcho, que se le perdió y que había estado con «La niña sin nombre», recibiendo un bofetón de su abuelo por mentiroso, en aquellos tiempos las cosas funcionaban de esa manera. «La niña sin nombre» era una antigua leyenda de aquella zona que se usaba para asustar a los niños y que no bajaran a la playa solos, se decía que muchos habían muerto al quedarse en la playa atrapados por la pleamar. Según se contaba, cuando los niños bajaban solos a la playa una niña maldita que brillaba salía del mar enviada por el diablo y, al mirarte con sus enormes ojos bermellones te sorbía la mente y te arrastraba mar adentro hasta la muerte. De todos es sabido que esas historias son para niños pequeños y que a los siete años todo el mundo sabe que son mentiras, así que Álvaro no volvió a referirse a ese asunto para no ser objeto de burlas.
Pero le pudo la curiosidad y al día siguiente volvió a bajar, quería volver a ver a la niña, a la que ya había bautizado por su cuenta, Candela, por esa luminosidad, y quería recuperar su barco de corcho para congraciarse con su abuelo, que era un hombre de enfados largos. Al atravesar el túnel, nada más ponerse en pie, dijo: Me llamo Álvaro. ¿Puedo ser tu amigo? La cueva estaba a oscuras y no había ninguna niña. Se sentó a esperar, y tanto esperó que cuando quiso salir la marea había subido y fue consciente de que el castigo sería inmenso, entonces apareció Candela y comenzó una extraña amistad.
Candela, le contó, era una de las mil hijas del Rey de los mares, un tipo muy estricto y severo que tenía agobiados a todos los seres que lo rodeaban, y que trataba a sus hijas como a esclavas, así que Candela, que tenía mucho carácter, cuando se hartaba se escondía en esa cueva para descansar y pensar en sus cosas.
— ¿Y cómo puede trataros así? —preguntó Álvaro—si tú tendrás ocho o nueve años como mucho.
— ¿Qué son años?
Al parecer, en el fondo del mar el tiempo se cuenta por lunas.
—Pues sí, debo de tener esos años que tú dices, cuatro mil trescientas cuarenta y cuatro lunas.
Y los dos se quedaron tan conformes.
La marea bajó y Álvaro supo que tenía que irse y recibir una bronca gigantesca. Como la verdad no le iba a dar resultado decidió contar que era mago y que se había hecho invisible, y se había quedado dormido, lo que supuso estar dos semanas sin salir de casa escuchando los sermones del abuelo y la amenaza de su madre de llevarlo a un sicólogo al terminar las vacaciones, pero se ganó un puesto de honor entre los chicos del pueblo, dejó de ser el forastero y pasó a ser «El invisible». Todo un honor en un lugar donde sin apodo no eras nadie, solo un molesto y estúpido forastero. Álvaro entró a formar parte de la pandilla del «Sardina», el «Pulpo», el «Caraculo», la «Berberecho», la «Sandía» y el «Guarro», a los que tenía encandilados con su poder de invisibilidad, un poder que ponía en práctica durante una hora al día, en la bajamar, para visitar a Candela mientras el grupo lo buscaba por la playa tras pagar veinte céntimos de euro cada uno por el espectáculo.
Cada verano Álvaro se reunía con Candela, y ya ni su abuelo se preocupaba de sus desapariciones. Se había convertido en el bicho raro del pueblo, el personaje exótico de los veranos, y eso le dio libertad. Aprendió mucho del mar y prometió ser marino de mayor para poder visitar a Candela también en alta mar; hasta que a los once años pegó el estirón y ya jamás pudo volver a meterse en el túnel del acantilado.
Álvaro, todo un capitán de la marina mercante, se sienta con su hijo en la playa durante la bajamar, mirando la roca, y duda.