Cada martes por la tarde, después de comer, el hermano Giacommeti, un hermano jesuita quizá excesivamente atento con los chicos, cruzaba Barcelona desde el Tibidabo hasta el puerto con un grupo de cuatro chavales, entre los que me encontraba, para realizar un curso de vela; y aquel martes era el último, el día en el que saldríamos a navegar sin monitor, por parejas, en un maniobrable “Caravelle” con mayor y foque, saliendo del puerto de Barcelona para aproar hacia el portaaviones «John F. Kennedy», la atracción del mes, a dos millas del puerto, y regresar. Sorteamos las parejas y me tocó con García. Estábamos al tiempo ilusionados y nerviosos; antes de subir a bordo me puse el chaleco salvavidas y lo até con nudos indestructibles.
—Oye Garci —le dije—. Coges tú la caña del timón hasta el portaviones y luego vuelvo yo. ¿Vale?
Y así salimos del puerto en una tarde soleada con buen viento, constante y asumible. Garci controlaba la caña y la mayor mientras yo disfrutaba de cada rincón del puerto apoyado en el cajón de la orza. A babor López y Taulat, muy centrados en lo suyo, nos iban cogiendo metros, y lo que imaginé como un paseo tranquilo Garci lo convirtió en una carrera desenfrenada. Al dejar la bocana del puerto el viento se puso más serio, metí orza y de ceñida buscamos ganar barlovento; mientras yo colgaba en la amura de estribor. El imbécil de Garci dedicaba un inacabable repertorio de improperios a nuestros dos compañeros, al parecer rivales en una carrera inexistente. El portaaviones se adivinaba como una enorme ciudad anclada en el mar, un universo propio de mentes como la de Verne o la de Johnatan Swift, y cuando la neblina comenzó a borrar la superficie del mar, el paisaje se tornó en un mundo turbio, incómodo e inseguro.
—Garci —dije—, deja de hacer el gilipollas y demos la vuelta, nos estamos quedando sin visibilidad.
Y además nos quedamos sin viento. Calma chicha sin visión, en medio de una niebla espesa como un puré. Así, de golpe. En un minuto nos quedamos sin referencias, a la deriva justo al lado de uno de los puertos más importantes del Mediterráneo y con Garci, que era un empollón y un buen tipo, pero que demostró que el bulo que corría sobre que a los once años aún creía en los Reyes Magos era cierto, meándose encima mientras llamaba a su madre. El comedor del colegio era decente, pero sobre todo grande y poco controlable, y algunos teníamos habilidades, así que saqué dos trozos de pan y dos onzas de chocolate, y Garci se calmó. Al poco o al mucho, no lo tengo claro, apareció una luz por popa, luz que fue creciendo poco a poco hasta hacerse una hoguera que se destacaba al frente de una sombra que fue delineándose como un velero viejo, a juzgar por los ruidos de maderos contra maderos y hierros oxidados. Cómo fue posible que aquel barco avanzara hasta colocarse a estribor mientras el Caravelle se mantenía quieto sin un soplo de aire no me lo pregunté hasta años después. Supongo que por la impresión de ver asomarse por la borda al holandés, tuerto, desdentado y con barba de rata.
—Subid a bordo —bramó al tiempo que lanzaba una escala de cuerda—. Y atad este cabo a vuestro cascarón antes de que os arrolle uno de esos monstruos de hierro.
Garci y yo subimos entre aliviados y alucinados. Era difícil de creer que aquella ruina pudiera navegar, Garci se quitó el chaleco, yo no pude con mis nudos indestructibles, y rechazamos un par de trozos de pan duro y mohoso.
—Pues agua no puedo daros —dijo el marino—. Solo tengo ron —Entonces nos preguntó nuestros nombres y se presentó como «El holandés», capitán de aquel conjunto de tablones artríticos.
Poco después desperté en la habitación 314 del Hospital Clínico de Barcelona. A Garci nunca lo encontraron, dicen que se ahogó, pero yo sé que se fue con el holandés para no volver a ver al padre Giacommeti.