Era una gota curiosa, más que las demás, aprendía rápido y se fascinaba con todo, admiraba la diversidad del universo, la blancura de las garcetas, el colorido de los patos, la negrura de los estorninos, el reluciente plateado de los pájaros de hierro…y hablaba sobre ello, aunque pocas gotas la escuchaban, tuvo pocas amigas y un primer amor muy corto que no comprendió el ansia de saber de Gota. Hacia la mitad de su desarrollo, mientras observaba, como tantas veces, el asombroso cielo verde, ocre y azul, una gota se le acercó y susurró: Qué belleza ¿No crees? Y Gota se enamoró de ella al instante. De ella aprendió a distinguir el cielo, ese cielo al que un día ascenderían para el resto de los tiempos, el cielo ocre donde van las gotas malvadas, el verde, un cielo de transición para las gotas mediocres que con el tiempo te lleva al Paraíso azul, el lugar mágico al que las gotas honestas y virtuosas van directamente. A Gota aquella historia le gustaba, pero dudaba de su veracidad, creía, más bien, en un ciclo de reencarnación en el que las gotas ascendían al cielo, daba igual el lugar, y con el tiempo regresaban al mundo nube para irse perfeccionando hasta lograr la sabiduría absoluta; daba igual, Gota la quería hasta lo más crítico de su tensión superficial, y no dejaban de ser dos visiones de un mismo anhelo.
La corriente cálida se presentó de repente, ninguna gota estaba preparada, crecieron de golpe hasta su masa crítica y comenzaron a ascender a los cielos por millones. Gota vio como su amada se alejaba y se desesperanzó, perdió las ganas de ser y se dejó ascender con astenia y pereza, atraída por aquella fuerza proveniente del cielo que tiraba de ella.
Yo estaba fuera, en el patio, pintando la vela de mi barco de corcho, cuando empezó la tormenta. Me cubrí con la sudadera, cogí la vela, los colores, los pinceles, el frasquito de vidrio con aceite de linaza y salí corriendo hacia casa. Gota, por una de esas casualidades, cayó limpiamente en el frasco de aceite, manteniéndose íntegra. Entonces la conocí. Mientras millones de gotas se fundían unas con otras formando charcos y arroyuelos, o filtrándose en la tierra, Gota quedó indemne y aislada en mi frasco. En casa me di cuenta de que había una gota de agua sumergida bajo el aceite, y me hizo gracia; sin que mamá me viera vertí poco a poco el aceite en su taza de café preferida, hasta dejar a Gota libre. Por algún motivo yo sabía que era una gota curiosa, de esas que quieren aventuras y conocer mundo, así que metí el frasco vacío en el congelador, no fuera a evaporarse, y fui dejando pasar las horas mientras terminaba mi barco de corcho. Al día siguiente, tras la gran tormenta, saqué a Gota convertida en perla de hielo del congelador, cerré el frasco para evitarle desgracias y, atándola con una cuerda a la cubierta del barco, le solté amarras en el arroyo del pueblo, el que en otoño, con agua, desembocaba en el río grande. Lo que ocurrió después es bastante previsible, ya lo cuento yo: Gota descendió los rápidos del arroyo esquivando troncos y piedras gracias al gran diseño de mi barco. Se zafó con habilidad del ataque de una nutria antes de llegar al rio grande. Allí navegó durante días protegida por el frío del invierno y el frasco de aceite, absorbiendo asombrada la infinidad de maravillas que iba descubriendo en la singladura. Al llegar al estuario embarrancó entre juncos y un águila pescadora secuestró la nave, llevándola hasta el nido colgado del acantilado, a pico sobre las rocas batidas por el océano. De allí se despeñó el frasco, reventando contra las rocas y lanzando a Gota al mar, donde fundida con millones de otras gotas esperó el tiempo de la evaporación para reencarnarse de nuevo en gota, pero sin el recuerdo del nombre ni del antiguo amor.