El muchacho era un encargo de su padre, el rey, y debía ser tratado con toda la cortesía posible a bordo del junco mientras durara la travesía, que no iba a ser corta, y de la que esperaban obtener triple beneficio.
El príncipe ya era un hombre de doce años, experto en la esgrima, el arco y la monta, incluso había matado; no en defensa propia ni en duelo, había matado a un esclavo por orden del rey, porque hay que conocer la muerte, la sangre y el dolor que provoca. Ese día también vomitó, igual que en el barco.
Con el fin de los vómitos de bilis comenzó a beber y a comer; comía con el capitán y con el piloto en un apartado separado por biombos. Él sabía que al final de la travesía sería entregado como rehén al señor de Isla de Jade con el fin de asegurar el comercio de pulpa de coco y evitar una masacre en su reino. También sabía que en su destino lo tratarían como a un príncipe, pero como a un príncipe enjaulado, así que esperaba que la travesía durara mucho tiempo.
El capitán, por su parte, se frotaba las manos pensando en los réditos del negocio más limpio que había hecho en su vida; recibiría mucho oro del rey por llevar al muchacho a su destino, cobraría mucho oro del señor de Isla de Jade por la entrega del chaval y, mientras tanto, sus otros seis juncos saquearían los almacenes de pulpa de coco en el norte de la isla: todo sin tener que degollar a casi nadie, un trabajo limpio. En alta mar nadie iría a por él, nadie se atrevía con el capitán Sangre.
El joven príncipe, acostumbrado ya al balanceo, se sentía libre; iba y venía a su antojo (aunque el junco no era tan grande como su palacio) y hablaba con todo el mundo sin notar la sombra de los guardaespaldas. Los horarios a bordo eran rígidos, por las guardias, pero mucho más amables que en el reino; y aprendió a leer el cielo, de noche con las estrellas y de día con el sol; le enseñaron las artes de la pesca y a cocinar los pescados, y a leer en el mar las señales de tierra, y a interpretar las nubes y las nieblas, y el arte de los nudos y la magia de las velas: pero sobre todo estaba fascinado con el capitán. Un hombre justo y noble, un tipo de hombre desconocido por el príncipe, que había vivido rodeado de corruptos, chivatos, ladinos, hipócritas y mentirosos; vamos, lo que es una Corte.
El capitán era un hombre elegante, no muy alto, pero de espaldas anchas, muy ágil y atractivo. No llevaba armas, ni sables ni dagas, y su sonrisa, enmarcada por un largo bigote lacio, y sus ojos, pequeños y directos, eran un arma poderosa. Un día en el junco daba para mucho, surgían debates, conflictos, discusiones; mil cosas que, si no estaba junto al piloto en el timón, hacían salir al capitán del alcázar, ponerse a horcajadas sobre el castillo de popa e impartir una justicia tan verdadera como la estrella del norte.
En aquella pequeña cubierta no se permitía el robo, ni el soborno, ni la corrupción del alma ni la del cuerpo, ni la mendacidad, ni la avaricia, ni el descontrol del alcohol, ni la doblez de las palabras, ni la vagancia, ni la insolidaridad con los miembros de la Hermandad, y todo eso tenía al príncipe fascinado. Sin ir más lejos, una mañana el junco crujió con dolor y se bandeó peligrosamente de babor a estribor, la destreza del piloto libró al barco del desastre, habían rozado unos arrecifes porque el marinero encargado de la sonda, más bebido de la cuenta, se durmió. El capitán razonó el peligro al que habían sido expuestos los tripulantes por la irresponsabilidad de un borracho que, siendo su misión ser los ojos del barco, se había puesto ciego de alcohol y se había dormido, y por ese motivo era necesario relevarlo de tareas que pudieran comprometer la seguridad; repasó todas y cada una de las tareas de un barco y, viendo que ya tenían cocinero y pinche, el capitán se vio incapaz de darle una tarea inocua: «Y para que no vuelva a errar» dijo, «mejor será que no vuelva a ver.» Todos asintieron y el capitán le sacó los ojos. Esas heridas, aunque justas, creaban un problema: dar de comer a un inútil a bordo, algo extremadamente injusto para el resto de la tripulación. Mientras lo lanzaban al mar, todos asentían; los gritos dejaron de oírse al rato.
Días después el cocinero, un hombre honrado que delataba cualquier conspiración real o imaginaria, abordó al capitán mientras comía con el joven príncipe y le dijo: «Capitán sé de buenas fuentes que el piloto le ha dicho al herrero que quiere ser capitán…y yo no digo que ese deseo sea malo, solo digo que el herrero tiene las llaves del armero. ¿Está buena la sopa de langosta, mi capitán?». Ese día el capitán se ciñó el sable y, tras los postres, salió a cubierta. El príncipe, arrobado por el carisma del capitán, no se separaba de él. El capitán se colocó al costado del piloto, que sujetaba la caña del timón con las dos manos, y llamó al herrero a voces; Las labores de marinería se pararon de golpe, todo el mundo miraba fijamente al castillo de popa.
—Piloto: ¿Cuántos años llevas a mis órdenes? ¿Ocho, quizá nueve? Eras un mocoso inquieto y bajo mi mando mira en qué te has convertido, en todo un hombre, en un piloto sabio y experto, el mejor de todos estos mares. Lo normal sería que quisieras convertirte en capitán y comandar tu propio barco, te lo mereces. Yo podría darte uno junco de mi flota, estaría encantado, pero para eso tendrías que haberme dicho que quieres ser capitán; habérmelo dicho a mí, no al herrero, que de esas cosas no entiende y está por debajo de tu rango… ¡Ah!, pero el herrero tiene la llave del armero —El capitán desenvainó el sable y se lo acercó al cuello del piloto—, y eso me huele a traición —Nadie respiraba a bordo. El príncipe acurrucado en la popa, junto a un barril de agua esperaba ansioso el desenlace.
— ¡Pero debo ser justo! —Atronó el capitán haciendo reaccionar a la tripulación—, y aún no ha habido delito alguno. Si bien intuyo vuestro ánimo de traición y eso se pena con la muerte, tú, piloto, eres un hombre valioso y sabio: respetaré tu sabiduría y espero que sigas a mis órdenes hasta que una nueva confianza entre nosotros me permita darte galones de capitán. Y tú, herrero, también eres imprescindible a bordo, aunque para tu tarea el meñique y el índice de tu mano izquierda no son necesarios —El joven príncipe estaba admirado con la magnanimidad del capitán—. Aún así es poco castigo para un delito de sedición y el resto de los hombres me tendrían por débil si no hiciera justicia: Condenaré a ese muchacho con el que el herrero lleva cinco años relajándose, y que de tan inútil no pasa de fregar cubiertas, a la muerte a latigazos, pues en todo delito de sedición ha de haber un sacrificio, y no podemos prescindir de la gente valiosa por muy culpable que sea; no en alta mar.
El capitán se convirtió en un ejemplo a seguir para el joven príncipe y no paraba de hablar y hablar de él, sobre todo al piloto, que debería de estar eternamente agradecido al capitán por mantenerlo con vida.
Tres días antes de llegar a Isla de Jade entraron en una bolsa de calma chicha que duró muchas horas; salvo el piloto y el vigía todos estaban tumbados a la sombra, bajo cubierta, intentando hacer más llevadero el calor y la humedad. El joven príncipe, aburrido, salió a cubierta y se sentó junto al piloto para explicarle que él, algún día, al acabar su cautiverio en Isla de Jade, sería un capitán como Sangre, bravo, valiente y justo. No, no sería rey como su padre, él sería libre, un gran hombre libre al que seguirían miles…«Escucha mocoso.» dijo el piloto agarrando al príncipe del pescuezo y lanzándolo a un rincón de la popa. «Tu padre y Sangre no se diferencian en nada. O, en todo caso, Sangre es un bicho mil veces peor que tu padre. Es uno de esos que con su carisma seducen a las gentes y arrastran a pueblos enteros tras ellos, de esos tipos con una moral propia, cartesiana, sin dudas y con un catecismo plagado de verdades inamovibles que los hacen parecer justos, nobles y magnánimos. Sangre no es un capitán, es un pirata despiadado, un asesino ególatra, un psicópata que se cree señalado por seres superiores para dirigir la vida de los demás. Baja de la nube, niñato, y agradece poder disfrutar vivo de un encierro placentero en Isla de Jade».
El joven príncipe no fue capaz de comprender cómo era posible que el piloto sintiera tamaño desprecio por el hombre que le había enseñado todo lo que sabía y además le había perdonado la vida. No lo entendía, solo veía que el piloto era un peligro para el capitán. Como príncipe tenía privilegios a bordo y uno de ellos era poder llevar su fina espada de doble filo con el tigre real en la empuñadura; en cuanto tuvo al piloto de espaldas, ocupado de nuevo con la caña del timón, lo estoqueó de abajo a arriba con un trayecto certero que le atravesó el corazón.
Sus esperanzas de ser el nuevo protegido del capitán y su futuro piloto se vieron truncadas por la realidad. Sin piloto el capitán no podría huir de Isla de Jade con la seguridad y la rapidez necesarias. Cuando se descubriera el asalto de su flota a los almacenes de pulpa de coco él estaría solo y en desventaja a pocas millas del puerto de la isla. Envió una paloma dando nuevas órdenes y convocó a sus hombres en cubierta.
—Quiero que sepáis que este joven príncipe, de alma noble, me ha librado de un miserable traidor a quién perdoné la vida —el príncipe orgulloso miraba altivo a la tripulación —. Con esta pequeña espada de doble filo ha acabado con la rastrera vida de nuestro piloto, y ahora, en dos días más, lo entregaremos al señor de Isla de Jade como prenda para la paz entre los reinos del Tigre y de Jade. Y cumpliremos nuestra promesa de entregarlo porque somos hombres de palabra, hombres de la Hermandad; pero al habernos librado del piloto nos ha provocado un problema que puede costarnos la vida. Por todo esto —dijo mientras le cortaba el cuello al príncipe— lo entregaremos cadáver.
Los vítores de la tripulación precedieron a una tarde de sake con el príncipe decapitado colgado boca abajo, aún fascinado por su falta de visión.