Simbad miraba a su tripulación por el rabillo del ojo y ya no decía nada, no se atrevía. Miraba al cielo buscando señales que no venían y se encerraba en su camarote a verter unas asombradas lágrimas.
El cocinero llamó a la puerta y entró con unos pichones escabechados y dátiles.
—Capitán. Si me lo permite esta calma es cosa del diablo. Deberíamos estar sin víveres y seguimos teniendo la estiba completa.
—Lo sé —respondió lacónico Simbad—. Al menos no morimos de hambre ni de sed.
— ¿Es una maldición?
—Debe.
La apatía mental, ya que no la debilidad, hurtaba el pensamiento lúcido y la crítica, lo que evitó peleas y muertes innecesarias al coste de convertirlos en espectros tristes y ensimismados. La noche llegaba de golpe, sin ocaso, y los sumía en añoranzas de familias y amores lejanos que poco a poco los arrastraban al sopor. El día, como la noche, venía sin amaneceres, el Sol aparecía de repente cegando sus ojos, y venía sin viento; el tan amado viento que les había llevado durante cinco años por todos los rincones del Mediterráneo, luchando con górgonas, serpientes marinas, gigantes de un solo ojo y leviatanes imposibles, y atesorando innumerables maravillas que al regreso los convertirían en respetados y ricos ciudadanos.
Simbad convocó una asamblea nada más aparecer el sol. A la sombra de la mayor, en círculo, la tripulación miraba a su capitán.
—Sé que no queda mucho para que el viento sople, y sé que los ánimos están podridos. Nos hemos de mantener activos y no permitir que esta indolencia de la atmósfera nos amilane. Bajaremos un bote atado a un cabo por proa, y por turnos remaremos haciendo avanzar el barco en busca de aires nuevos.
El bote bajó hasta el mar y allí, al costado del bajel se quedó quieto ante el asombro de Simbad y de su tripulación. Ese mar en calma chicha era un mar de porcelana, un trampantojo, una mentira.
— ¿No tendrá esto que ver —gritó el cocinero— con haberle pedido a aquel genio de la botella tras la terrible tormenta, un mar en calma, muy en calma y calmado para siempre? ¿Verdad, capitán?
El genio disfrutaba de su tercer Gin-tonic. Vaya invento más cojonudo, pensó repantingado en el sofá mientras observaba el barco en la botella. Ya es tarde, apagaré la luz, pensó. ¡Qué maravillosa es la libertad!