Sellar con paja y alquitrán los huecos del casco de un galeón me dio para una habitación infecta en una posada tiñosa, una sopa aguada al amanecer y una tira de tocino rancio antes de dormir; me salvaban las legumbres deslavazadas que repartían en las atarazanas a mediodía. En seguida vi que la carrera de calafate tenía un insano y corto recorrido.
—Es una lástima —le dije al capataz— que se desperdicien mis conocimientos de carpintería entre baldes de alquitrán y balas de paja. Sobre todo ahora, con esta sobrecarga de trabajo que parece que llega.
— ¿Pero tú no vienes de familia de calafates?
—Sí señor, por parte de padre. La familia de mi madre lleva el formón, el cepillo y la gubia en el cuerpo desde ni se sabe, y de ellos tomé nociones y conceptos.
Con frecuencia miro el reflejo de mi rostro en un charco, buscando extrañado ese algo que los demás ven en mí y que les da confianza, aunque a través de mis ojos verdes solo veo a un hombre de piel rosada, nariz opulenta y un poco pelo rojo. Misterios de la vida que me han sido convenientes. Al entrar en el círculo de los carpinteros de ribera ascendías a la protección de la tribu. Accedí a dos estancias en una corrala digna, comida caliente y buen vino aguado…Y dos mudas de ropa por semana. Además los carpinteros se protegían, hasta el punto de que pude ascender a capataz por mi carisma natural, ya que nunca logré entender del todo ese oficio de las maderas, ni su importancia en la construcción de buques.
Fueron unos años convulsos, y eso no quiere decir que fueran malos, ni buenos tampoco; tan solo muy movidos para los súbditos de Felipe II. Fue una época triste y dura, pero también de oportunidades, y, tras la visita de la duquesa de Montoya al astillero, una criatura maravillosa en sus trece años, dos menos que yo, con sus sedas y sus organdíes, y unos ojos celestes que me prendaron, tomé una decisión.
— ¡Capitán! —dije—. El guardamanos de su espada no es de Toledo ¿verdad? Parece hecho en Béjar —Nada mejor que confraternizar con criados y pajes para tener información.
—Razón tienes, zagal. ¿Cómo lo sabes?
—Mi tío es maestro armero y me enseñó el arte de la forja, y lo bastante de esgrima.
— ¿Y qué haces de carpintero pudiendo ser soldado?
—La vida, señor, que como el mar a cada cual le lleva a una orilla. Yo iba para infante o para piloto, en fin, una carrera en el mar defendiendo la corona, pero las circunstancias…
El capitán me acogió en su casa el tiempo suficiente para darse cuenta de que mostraba tanto desinterés por la carrera militar como interés por su hija pequeña, y, no queriendo quedar como un idiota, me embarcó como grumete en una corbeta con misiones de reconocimiento por el Mediterráneo.
—Sí capitán, aunque resulte difícil creerlo, mis habilidades como piloto superan a mi visión estratégica, debido, lógicamente, a la historia de mi familia. Que me encuentre de grumete en este barco, es más por el afán de aprender que por ascender desde la nada —Siempre he tenido un don de gentes y, cuando el capitán sacó una botella de ron y me ofreció una copa, supe que al poco sería ascendido a piloto. No fue así. Un ataque del moro en el que convencí al capitán para abordar proa contra proa, un suicidio, en lugar de ganar barlovento, y que rindió al moro desconcertado y con graves averías en ambos bajeles, me hizo pisar tierra como teniente de navío prácticamente sin saber leer, mucho menos una carta náutica. Cosas de la vida.
Subir de teniente de navío a capitán de fragata no es tanto una cuestión de experiencia y méritos como de bragueta, así que podemos decir que se trata de un tránsito agradable y lúbrico. Y una vez en ese nivel, rodeado de profesionales experimentados, si te dejas aconsejar, no es tan difícil salir airoso. Simplemente no tomes decisiones, toma las de los que te rodean. Y así, con dos o tres decisiones de mis subalternos, me vi ascendido a almirante justo en el momento en el que a Felipe II se le ocurrió tomar la pérfida Albión con la Armada Invencible, término sarcástico acuñado por los ingleses. Y pasó lo que pasó. Y es que cuando ya eres almirante pierdes el norte, y llegas a creerte que lo eres por méritos propios, y te empeñas en tomar el mando como si fueras un semidios griego, y…me he cambiado el nombre, cuido cabras en Extremadura y confío en que nadie me relacione jamás con el desastre de la Armada Invencible.