El mundo de Beatriz solía discurrir por debajo de la superficie, era buzo, y lo mismo trabajaba para el puerto de Barcelona como para una petrolera. En ese entorno conoció a Tomás, su marido…y su jefe; un aficionado a la pesca deportiva de altura que le enseñó todo sobre ese mundo, todo.
El yate de Tomás, como siempre, solo le incluía a él, a Beatriz, al patrón y a un ayudante, los de siempre. Me gusta concentrarme, decía, sin conversaciones ni copitas de cava, afirmaba. A bordo siempre había uno atento a que no apareciera la guardia costera, y listo para enviar las capturas al fondo con un lastre, pero el riesgo y el dinero en juego eran un aliento vital que lo encendía.
Con el sol en lo alto, Beatriz notó el tirón. Empezó un juego de tira y afloja, un juego duro en el que Beatriz, sujeta por el arnés, intentaba conocer a su oponente, leer en su cerebro de pez y jugar con él hasta tenerlo a bordo, rendido. Cuando saltó al aire, Beatriz supo que era un ejemplar único, cuarenta y ocho mil euros limpios. Tomás, junto a ella, con una cerveza en la mano, jaleaba; seria, lo miró por el rabillo del ojo y la mano estuvo a punto de aflojarse, de soltar, dejando ir, pero el resultado, al fin y al cabo, sería el mismo tanto si cobraba el pez como si lo perdía, y ya había tenido que perder unos cuantos; esta vez pescaría a dos bandas. El espléndido ejemplar acabó reposando en la cubierta junto a otros tres. Tomás cogió la radio y dijo: Esta apuesta es mía, capullos. Nos vemos en el punto de encuentro para el pesaje.
Beatriz caminaba sonriente por el paseo marítimo, mirando el cardenal que tenía bajo la clavícula derecha, mientras la Guardia Civil se llevaba a Tomás.