Sentado frente al mar, viendo llegar la noche, Tomás maldecía la idea que tuvo Dios al hacer que el sol se pusiera por el oeste y le privara de ver un bello ocaso sobre el mar desde aquel lugar. Delante de él, bajo aquel Mediterráneo oscuro, tenían que estar durmiendo el sueño de las naos los restos del Santa Eufemia, hundido en 1633 con una carga de especias, plata y monedas por…Damián del Jaral, o lo que es lo mismo, Alttuyur, el corsario hornachero de la República de Salé e ilustre antepasado de Tomás. El frontal iluminaba el puñetero y vetusto papel que dibujaba una cruz, triangulada por referencias inexistentes, y que debía de indicar la situación del pecio. Lo que había sido una broma familiar durante generaciones era, ahora, el clavo ardiendo al que Tomás se agarraba para reflotar su vida muelle.
Según se contaba en la familia, Alttuyur, tras deshacerse “amablemente” de su tripulación, abandonó la República de Salé con papeles comprados y regresó a Hornachos, en Badajoz, no como morisco, sino como cristiano viejo de nombre Fabián de la Jara y dueño de una gran fortuna. Al poco tiempo dejó Extremadura y recaló en Valencia, donde los negocios le sonrieron y donde casó, aunque su objetivo, inconcluso debido a una tonta y mortal caída de un asno, no era otro que meterle mano al pecio que el mismo había hundido años antes.
Tomás echaba cuentas y miraba los dados. El presupuesto le daba solo para dos tentativas con garantías, y esa parcela de mar que tenía delante era demasiado grande, tenía que tomar una decisión. Se sirvió un chupito de bourbon, cerró la botella y la guardó, sabía perfectamente que cuando hay que tomar decisiones importantes se ha de dejar el vicio encerrado. Desplegó una carta náutica sobre la mesa plegable, acotó aproximadamente la zona dibujada en el viejo papel de su antepasado y, con la regla y el compás, la dividió en áreas de trabajo razonables. Salieron treintaicinco y ese número le dolió; podía haber sido otro cualquiera, pero no, era justo un número menos que los de la ruleta; su equilibrio mental no podía admitirlo y decidió añadir dos zonas más, la treinta y seis y la cero, de esa manera su corazón, oliendo a tapete verde, volvió a las setenta y siete pulsaciones por segundo, rebajando su incomodidad y su tensión arterial. Solo quedaba elegir dos de esas zonas y probar suerte. Si acertaba remontaría su vida, si erraba se suicidaría con el revólver de su padre, algo que sabía que no ocurriría porque como todos los jugadores odiaba perder y prefería arrastrase por las calles antes que reconocer una mala jugada; vamos, que salvo honrosas excepciones, son unos cobardes.
La APP de números aleatorios funcionó a la perfección y marcó el dieciséis y el cero. Tomás ya sabía dónde estaba su futuro y eso merecía otro bourbon.
Cara zona cero, cruz zona dieciséis. El sol aún no había salido y la moneda se recortó sobre un azul plomo para descender sobre la arena mostrándole su cara a Tomás. La zona cero, la más improbable, la que no debería estar allí si no hubiera sido por las manías de Tomás.
La zona cero tenía apenas quince metros de profundidad, Tomás hizo un esfuerzo para no regresar a tierra, la probabilidad de que el pecio estuviera allí, a tan poca profundidad y tan cerca de la costa era ínfima: «Si envidas has de ver las cartas», pensó, y ancló la Zodiac. Con los primeros rayos de sol se sumergió desganado, allá abajo le esperaban una pradera de posidonia y una lavadora LG que parecía disfrutar de su nuevo empleo como domicilio de lujo para varias especies marinas. Durante un rato pareció un agradable buceo matutino de un turista, sin embargo Tomás blasfemaba para sus adentros contra todos los dioses y diablos del universo. La boca del pequeño cañón de bronce cubierto de algas y camuflado entre las hojas de posidonia, lo devolvió a su asunto, había dado con el Santa Eufemia, y a la primera. Hizo cálculos y lo encontró razonable ya que era varios cientos de miles de veces más probable encontrar el pecio que te tocaran la Primitiva o la Once.
Cuatro días de duro trabajo sumergido, destrozando sin contemplaciones la zona, lo pusieron delante de dos cofres llenos de monedas y joyas. Mientras miraba el tesoro embelesado, buscaba en su cabeza los nombres de los peristas internacionales más finos, los que podrían colocar todo aquello a ricos pagadores y dejarle una fortuna limpia de polvo y paja.
Las probabilidades de que un celoso capitán vigile su cargamento durante siglos parecen ser cero, pero cuando Tomás vio salir dos brazos putrefactos de entre las posidonias, y uno le agarró del cuello mientras el otro le arrancaba el tubo, además de cagarse en su puta madre, recordó que alguien, alguna vez, le dijo que la probabilidad cero no existe.