Su bisabuelo, decían, había sido un gran piloto en los años treinta del siglo XX, haciendo un buen dinero en las costas de Terranova, aunque empezó de niño con los balleneros del Cantábrico. Tras la huida de la flota pesquera del puerto de Pasajes, durante la Guerra Civil, la familia vivió discretamente en un caserío de Amorebieta. Años después, en 1950, el abuelo murió ahogado en Islandia durante una campaña del bacalao. El padre de Ramón llegó a ser un reputado armador que, cojo de una ola de través y recién jubilado, se había pasado la vida aconsejándole alejarse del mar y estudiar una carrera. Ahora, el título de licenciado en Derecho solo le servía para comprender que se había equivocado, y preguntarse, mientras escuchaba con atención el parte meteorológico, si el ser humano tiene una querencia atávica por el mar al ser este nuestro útero primordial, o simplemente se trata de un arraigo cultural en aquellas poblaciones que se han visto obligadas a vivir en y del mar durante generaciones. Ramón no conocía a nadie de la costa que no mirara el horizonte con deseo, y sí a muchos de secano que se habían lanzado al mar como si no hubiera un mañana. Ramón, buscando en sus adentros, no encontró nada más sublime que, cuando de chico su padre lo llevaba de Pasajes a Bermeo, entrar desnudo una mañana de principios de verano en el estuario de Mundaka y, arrastrar la mano por la arena para sacar unos cuantos berberechos.
Lo urgente regresó a golpe de isobara a través de la voz nerviosa e indignada de su primo Augusto, presidente de la Cofradía de pescadores, y de su cuñado Antxón, sargento de Salvamento Marítimo. Cerró la radio, él ya sabía todo lo que había que saber. Sabía que no había ponderado los riesgos a pesar de disponer de toda la información, sabía que la mar es dura y los mimbres de ese día eran recios, también sabía que detrás de él había cinco marineros, cinco familias, y esa mochila se iría de lastre con él al fondo cuando la tragedia llegara. Y sabía que les estaban poniendo las cosas tan difíciles que no podían pasar un día sin salir a la mar, por muy jodido que fuera el parte. Una lágrima, una única lagrima resbaló desde su ojo hasta la comisura de sus labios y la bebió, era agua de mar. Tenemos el alma de sal, pensó; y mientras veía llegar la ola de costado sonrió.
Mientras, la esposa con mirada fría y gesto inexpresivo miraba por el ventanal al horizonte negro sujetando con fuerza su teléfono móvil, como si forzándolo la APP de la Cofradía hiciera desaparecer la tormenta. La hija, de apenas cinco años, de pie en la proa de un balde de plástico, daba órdenes a su tripulación de Barbies para lanzar al mar las redes de una malla de naranjas para zumo.