En julio de 1980, cuando lo llamó su cuñado, Rufino estaba a dos velas. La perseverancia absurda de sus padres había logrado que terminara COU y aprobara la selectividad; un esfuerzo ímprobo que se alargó durante tres años horribles, total para suspender todas las asignaturas de primero de magisterio; y es que Rufino era más de meditación introspectiva que de lecturas y bobadas.
—Toma —dijo su cuñado—, cuatro mil pesetas y este pasaje de barco con asiento en cubierta. Cuando llegues a Mahón coges un taxi hasta Villacarlos, a la cala Corb. ¿Lo entiendes? —Rufino asentía—. Lo tienes todo apuntado en este papel. Cuando llegues a la cala buscas un bar y preguntas por Bartomeu «El coix», que es el hombre que cuida del Marisol. Luego ya te quedas en el barco hasta que llegue un hombre grande llamado Guzmán que tiene que hacerle unas cosas al velero. Tú solo tienes que supervisar la estiba. ¿Lo entiendes? —Rufino seguía asintiendo—. Y te quedas allí esperando a que yo vaya a buscarte. ¿De verdad que lo entiendes?
— ¡Coño! ¡Pues claro! No soy gilipollas.
La simpática gente de Villacarlos le saludaban desde el puerto mientras el ciaba, ya con confianza y decisión, hasta embestir la proa de un velero. Rufino se giró sorprendido y al leer delante de sus narices Neptuno III varió el rumbo buscando al Marisol entre esa bruma que, a veces, aparece con la puesta del sol y que llena de indefinición las formas y los colores.
Cuando, por fin, dio con el velero, era ya de noche y las luces del puerto y de otros barcos se reflejaban en el mar. Estaba cansado, jamás hubiera pensado que remar para salvar una distancia de sesenta metros pudiera llevar una hora de esfuerzo titánico. Ató como pudo el bote al barco y subió a bordo con sus escasas pertenencias y su menguada dieta. Durante el viaje, en la cubierta del ferry hizo frío, así que Rufino, pasó la noche en el casino viendo como sus cuatro mil pesetas se iban evaporando dentro de la tragaperras. No le quedó más remedio que, ante la incertidumbre de los días que podría pasar en la isla, comprar cuatro kilos de arroz y una sobrasada para darle color…y una garrafa de vino barato. Dio una vuelta por la cubierta mirando desconfiado, se sentó en la bañera, dejó la bolsa en el suelo y puso la mano sobre la rueda del timón. ¿Cómo cojones se entra aquí?, pensó mientras el hijo de Bartomeu «El coix» se acercaba en una pequeña zodiac con un llavero en lo alto y una sonrisa irreverente.
—Te has dejado las llaves —voceó el chaval alzando la mano hacia Rufino—. Ya puedes abrir el tambucho.
— ¿El qué?
El chaval, viendo los ojos de secano de Rufino, subió a bordo y le explicó las cuatro cosas básicas para poder sobrevivir en un barco fondeado en un puerto tranquilo de un mar tan fiero como el Mediterráneo. Rufino, cansado, se dejó caer en la cama del camarote de proa, dándole vueltas al funcionamiento del WC. El vaivén del velero le produjo una sensación de náusea perpetua que tan solo desapareció tras el medio litro de vino que siguió al primer litro.
El despertar vino acompañado por una ejemplar muestra de funciones fisiológicas virtuosamente ejecutadas a través de todos los orificios de los que nos ha dotado la naturaleza. El calibre fue tal que comprometió la integridad de la bomba del WC. La brisa de la mañana le despejó lo suficiente como para reconocer la bandera española en la amura de babor de aquella patrullera gris —Buenos días, soy el sargento Pollancre. La documentación, si no le importa.
El hombre era agradable, aunque preguntón, y Rufino, tras media hora de preguntas y fisgoneos, se quedó con la sensación de haber hecho un amigo, aunque cuando quiso invitarle a un chato de vino y una tapa de sobrasada, el sargento rehusó educadamente y le faltó tiempo para saltar a la patrullera y salir pitando. El olor del despertar de Rufino aún no se lo había llevado el viento.
Durante los tres días siguientes, de irritante estreñimiento debido, probablemente, a la estricta dieta de arroz y vino, Rufino no bajó a tierra. Por un lado, la inseguridad del bote, y por otro, el cumplimiento de la promesa a su cuñado, supervisar la estiba. Rufino pasó tres días buscando la estiba por todos los rincones del velero, para supervisarla. No la encontró, pero su orgullo le impedía reconocer que no tenía ni repajolera idea de qué forma tenía una estiba, y no tenía ninguna intención de quedar como un idiota preguntándole a cualquiera. Tanto enredar, tanto enredar, al fin descubrió que bajo los asientos de la bañera había unos cofres llenos de cosas, y se quedó mirando pensativo unas defensas de color naranja. ¿Serán las estibas? Pensaba.
— ¿Rufino Ajuria? —dijo una voz grave y potente con acento canario—. Me llamo Guzmán.
Una lancha con dos enormes motores se había colocado a babor del Marisol y tres hombres vestidos con monos azules abordaron el velero con tres bolsas grandes. Guzmán, que parecía el jefe, estrujó la mano de Rufino y le invitó a bajar a tierra mientras ellos trabajaban. Rufino, viendo que las estibas naranjas estaban en perfectas condiciones, y entendiendo que él solo podría molestar entre esos tres tipos enormes, cio como buenamente pudo hasta abollar la proa del bote con el muelle. Allí, relajado, se sentó en una terraza mirando al sol, y, harto de arroz coloreado de sobrasada, se tomó una cerveza fría extraordinaria, un vaso de gazpacho de catálogo, unas olivas negras deliciosas y un par de ciruelas. A las pocas horas vio zarpar al tal Guzmán y regresó al velero, notando ya unos extraños movimientos intestinales. Llegó a tiempo, pero se puso a morir.
El destino quiso que a su cuñado le operaran de apendicitis, así que Rufino aguantó unos días más embarcado, con un estricto régimen de sobrasada y agua, hasta que apareció de nuevo el amistoso sargento Pollancre y sus chicos. El sargento, sonriente, dijo algo así como: Mirad la estiba. Y sus chicos comenzaron a desmontar el suelo de la embarcación ante la mirada incrédula de Rufino. Y venga a salir paquetitos de harina, y más paquetitos…El cuñado se separó de su hermana, que ahora está con otro y tienen dos niños. Rufino lleva encerrado cinco años y todos le conocen como «Rackham el tonto», porque de esos días en Menorca se han derivado una serie interminable de singladuras a lo largo y ancho del planeta que Rufino no se cansa de narrar a quien le quiera escuchar, que, ya les digo que en la cárcel, no son muchos.