Hace décadas había muchos de esos aventureros que se lanzaban al mar, de una forma primigenia e inconsciente. Yo he visto navegar, y a cierta distancia de la costa, un barril (de esos de madera para almacenar vino) con un ilusionado a bordo. Era por el año 1990. Y creo, por lo que me contaron, que el hombre cumplió su reto de descender por el Mediterráneo desde Rosas a Tarifa. Ahora las restricciones normativas hacen que cada vez sea más difícil cubrir proezas como estas por el mar, o locuras, según cómo se mire. Por lo menos en nuestro país. Pero la ‘sea fever’ continúa siendo uno de los motores de la aventura náutica en muchos otros países.
¿Qué es, si no, el reto que continuamente se marca el casi octogenario sueco Sven Yrvind, intentando demostrar que siempre se puede navegar en pleno océano con micro embarcaciones que no superan los cinco metros? Y ha logrado travesías memorables por los océanos. O la locura de dos niñas que compitieron por ser las mujeres más jóvenes en circunnavegar el mundo, la australiana Jessica Watson, cuando contaba 16 años, o la holandesa Laura Dekker, que inició su periplo, cuando solo tenía 14 años, pocos meses después de que llegara Watson a Sydney.
Proeza, falsa notoriedad, patología de ser pionero, complejo de récord Guinness, vanidad solapada de unos padres. De todo habrá en este juego de egocentrismos, pero lo cierto es que estas locuras sirven para demostrar que al ser humano aún no lo han acotado totalmente en sus ganas de jugar al riesgo, y que en su capacidad de superar las pruebas más inverosímiles, aún no tiene frontera. Y esto es la esencia de la aventura.
Lo curioso es que este tipo de locuras en algunos países son perseguidas, -el caso de Laura Dekker que abrió una polémica legal de hasta dónde una niña puede encumbrar ciertos desafíos- mientras que en otros países, estos enfermos de la aventura, como en Suecia o Australia, son reconocidos y respetados. Este es el caso de Sven Yrvind. El honorable anciano, que navega solo en pequeñas embarcaciones, con el añadido de que además construye microbarcos, para que la gente se aventure al mar con ellos, ha sido homenajeado por el propio rey de Suecia. Sí, el que entrega los premios Nobel a los más notables humanos de este mundo.
Otro caso de ‘sea fever’ enaltecido fue el de Jessica Watson, la joven menor de 16 años que dio la vuelta al mundo sola y fue homenajeada por el primer ministro australiano, cuando finalizó su periplo, a pesar de que la ISAF no le reconociera su vuelta al mundo, al faltarle unas cuantas millas para cuantificar las 21.600 millas exigibles.
¿Loco o intrépido?
Pero volvamos al loco Schultz. Cuando veo su foto no sé si reírme, de buen rollo, o ponerme a llorar, por su condición humana. Siempre me ha sorprendido su aventura. Hace tiempo la leí. Descendió desde Iquitos (Perú), por el río Amazonas a bordo de una canoa de 5.15 metros de eslora, y 1.20 metros de manga, construida de una sola pieza de madera, y a mitad de su travesía por el gran Amazonas, superado el puerto fluvial de Manaus, decidió ponerle unas velas, para aprovechar el viento y acelerar su recorrido. El objetivo de este apasionado viaje era llegar a Estados Unidos, y proseguir sus estudios de graduado en Chicago. Esta era la excusa o el móvil de la aventura. Del por qué se encontraba este chaval en los Andes, antes de partir hacia casa embarcado en la canoa. Su padre trabajaba en una prospección petrolífera en Ecuador, y permitió a su hijo, sin ningún tipo de remilgo, que regresara a casa bajando por el Amazonas y que se embarcara después en un buque de pasaje, rumbo Nueva York. Hoy, esta decisión del padre sería de juzgado de guardia, por desamparo y dejación de deberes paternos hacia un joven de solo 16 años. Puede que de no haberlo dejado ir y de frustrarle su aventura, el joven John se hubiera rebelado contra su padre y originase una crisis paterno-filial. Pero no fue así.
Al temerario e intrépido Schultz le dejaron ir y, cuando con su piragua con velas alcanzó el puerto de Belem, en la desembocadura del Amazonas en el Atlántico, decidió proseguir con su viaje y llegar a los Estados Unidos por vía marítima, pero no a bordo de un gran pailebote, sino en su pequeña embarcación. Y sin pensarlo dos veces, así lo hizo. El 13 de diciembre de 1947 parte de Belem y diez días después, tras jornadas agotadoras luchando contra las enormes olas que se generan en la desembocadura del gran río amazónico, al entrar en el Atlántico, el día de Navidad pudo fondear en una isla frente a la Guayana francesa. Era la isla del Diablo. Donde se encontraba el patíbulo francés. De aquí partió de nuevo y siguiendo la costa, en cinco días, en el fin de año de 1948, alcanza la isla de Trinidad. Allí se quedará seis meses, debido a unas fiebres, no de mar, sino del agotamiento y desnutrición que padeció en este mes de dura navegación, por lo que decidió recuperarse y trabajar como estibador en el puerto de Port-of- Spain y empezar el curso académico el próximo año.
Antes de que entrase la estación de huracanes le recomendaron los lugareños trinitarios que abandonara la isla y, sin pensarlo dos minutos, decide atravesar el Caribe de Sur a Norte. Sale de Trinidad el 14 de mayo y llega a Puerto Rico el 4 de junio. En esta larga travesía sufre lo indecible, con varios temporales a sus espaldas. Llegado a Puerto Rico lo aclaman como un héroe y desde aquí se propone ir directo a Miami, pero no puede, y decide ir a Cuba. Allí, ya conocida su aventura, es recibido como un aventurero y halagado al explicar su historia, y el 26 de junio de 1948, salta de Cuba rumbo Miami donde llega el 30 de junio de 1948.
Lo divertido del caso es que cuando llegó el pobre crío con su canoa a vela a Miami, tuvo que solventar la dura burocracia norteamericana de entrada al país. Cuando le preguntaron sobre el valor de la embarcación, Schultz les dijo: ‘11 dolares’, los funcionarios de Aduana se sobresaltaron y lo pusieron en cuarentena, hasta que supieron el origen de su aventura, comprobaron que no portaba ninguna enfermedad y tuvieron conocimiento de sus padres.
¿Un loco, este Schultz?. No seré yo quien lo juzgue. Porque como dicen: ‘bien está lo que bien acaba’. Aunque muchos serán del pensar que es inmoral que un loco así salga bien de sus atrocidades, mientras muchos otros se ahogan siguiendo escrupulosamente los buenos códigos de conducta. Pero así es el mar, como dijo el clásico Jean Merrien, ‘éste no observa la conducta humana conforme la moral. El mar obra como un sátrapa. Condena o perdona a capricho, causando a veces la perdición de los mejores y salvando a los peores’.
Puede que al mar le guste y proteja a los locos tocados por la ‘seafever’ y sepa comportarse bien con ellos…
Angel Joaniquet