A la vista de las numerosas imágenes que se publican en los medios digitales, algún político europeo con poco trabajo se ha empeñado en que “los autores o cualquier representante que actúe en su nombre” puedan cobrar por derechos de autor sobre las obras situadas en lugares públicos. Vaya, que de libertad, nada. Curiosamente al mismo tiempo se pide la reducción de los períodos sujetos a derechos de autor.
Esto, que parece en principio una contradicción, no lo es. La pretensión oculta es cobrar por los derechos de propiedad de una obra y no por los derechos de autor, de modo que sean los propietarios de las obras quienes perciban derechos mientras que los autores no. Aquí entrarían las administraciones públicas, las grandes corporaciones y otras entidades que son las propietarias de las obras de arte en la mayor parte del mundo, estén en lugares públicos o no.
La mayoría de las obras protegidas por derechos de autor lo están por toda la vida de su autor y, según el país de que se trate, también hasta bastantes años después de su muerte. 30, 50, 80 años… La obra de The Beatles seguirá generando derechos de autor durante lustros, pero la de Beethoven lleva siglos sin generarlos.
Ahora bien, en el origen de este tipo de derechos se encuentra la lógica necesidad de proteger los derechos del autor o creador de una obra artística o científica de cualquier tipo ante la copia no autorizada. No es correcto reproducir una novela sin pagar a su autor, ni una pieza musical, ni una fotografía, ni una escultura ni una obra arquitectónica. Ahora bien, reproducir una escultura no significa sacarle una foto, sino que significa hacer otra escultura igual, más grande o más pequeña, pero una escultura. Reproducir un edificio significa hacer otro edificio igual, o una maqueta de él, pero no sacar una fotografía o grabar un video, aún con fines comerciales, siempre y cuando se encuentre en un lugar público a accesible al público.
Ya lo decía el pintor surrealista belga René Magritte en sus cuadros lingüísticos, cuando pintaba una pipa e inmediatamente debajo escribía Ceci n’est pas une pipe. Por supuesto que no era una pipa, era la pintura de una pipa; el cuadro solo es una representación. Y yo añado: no es una reproducción. La reproducción de una pipa es otra pipa.
Me pregunto qué sucedería si en lugar de hacer unas fotos de tal o cual edificio lo que se hiciese fuera una pintura, una acuarela o un óleo. ¡Ah, no! Entonces el pintor es un artista. ¿Y si el pintor es un hiperrealista del demonio y saca el edificio tal si fuera una foto? ¿Y si el “copiador” es un poeta que describe a su aire las bondades o maldades de la escultura objeto del debate? ¿Debo pagar derechos de autor si hago fotografías inspiradas en las canciones de The Beatles? ¿Si fotografío una Pershing debo pagar a Fulvio de Simoni, a Pershing Yachts o al armador? ¿Por qué pretenden complicar tanto las cosas? ¿No tienen mejores ocupaciones los políticos y los funcionarios?
Los derechos de autor de una fotografía son del fotógrafo, no del autor de cuanto aparece en la fotografía.
El fotógrafo elige todos los parámetros que componen la fotografía para hacer su particular interpretación de una obra que se encuentra en mitad de la calle, o que es visible desde ella. El fotógrafo elige la cámara, el formato, la distancia focal, la velocidad de obturación, la abertura de diafragma, la profundidad de campo, el encuadre, la orientación, la hora del día e incluso la época del año que le parecen más oportunas para realizar su obra. Y aún después dispone de millones de herramientas digitales para terminar su obra. ¿Inspirado en el edificio que fotografía? Por supuesto, ¿Pero acaso no se inspiró en sus predecesores quien construyo ese edificio? ¿Nació Norman Foster enseñado?
Con la excusa de la gran difusión de imágenes que se hace en Facebook y otros medios digitales, la pretensión de los impulsores de la norma que se debía debatir el pasado 9 de julio es cobrar por todo, excepto a los particulares que solo hagan uso particular de las imágenes y tampoco por la llamada “inclusión fortuita”, es decir, cuando la obra aparece en el fondo de una imagen, sin importancia relevante. Ahora bien ¿Quién determina si la aparición en el fondo es relevante o no? Toda la vida haciendo fotos en la bahía de Palma esperando que los barcos pasen frente a la catedral, precisamente para que quede claro que estamos en Palma de Mallorca, y ahora nos dirán que vayamos a hacer fotos a Cabo Blanco…
Pero ante todo esto me surge una pregunta fundamental. ¿Quién se ocupará de cobrar esos derechos de autor? En realidad no serán los autores sino que se ve a venir que se crearán entidades de gestión, tipo SGAE, para que todo el mundo pague, para generar enormes cantidades de dinero que permitirán la creación de entidades de gestión, con edificios a su vez magníficos, magníficos sueldos para los altos funcionarios de las empresas de gestión y simples migajas para los autores auténticos de las obras. Si los autores solo han de cobrar las migajas no hace falta montar toda esta parafernalia. Curiosamente no se apunta en el texto presentado la defensa de los derechos de los fotógrafos y, en cambio, se apunta claramente a la sustitución del “autor” por el “propietario”, de modo que se empieza a percibir la intención de que quien cobre sea el propietario y no el autor. Puesto que la propiedad no caduca, ya que pasa de unas manos a otras, por compra, venta, herencia o expolio, los derechos de imagen sobre una “propiedad” serían eternos. Gaudí lleva años muerto, pero si este tipo de legislación sigue adelante, se pretenderá cobrar por fotografiar la Sagrada Familia, la casa Batlló o cualquier otro de sus edificios, que son tan públicos como El Quijote y, es más, en este caso, “patrimonio de la humanidad”. Aviso: si se pretende cobrar por fotografiar la obra de Gaudí, yo quiero la parte de la recaudación que me toca.