Siempre recordaré cuando leí por primera vez los ‘Cuarenta Rugientes’, de Vito Dumas, el primer navegante en solitario que demostró que se podía dar la vuelta al mundo siguiendo los tempestuosos vientos australes. Fue en Menorca, en pleno mes de julio, sin poder salir de la isla por la Tramontana y sorprendentemente leí que su incógnito viaje partía del puerto de Montevideo un 1 de julio, después de una demora en su partida, debido a las malas condiciones del tiempo.
Yo en plena canícula estival del hemisferio norte, valoré más aún el gesto de este navegante argentino que partía, en pleno invierno austral, a conquistar náuticamente el temido y bravo océano del Sur. Mi admiración eterna por el bonaerense de Belgrano, ha sido una constante en mi vida.
En el recuerdo tengo otra de sus hazañas náuticas, acaecida también en un mes de julio. Dumas se encontraba en la Habana, en un viaje de crucero por la costa atlántica americana que inició meses antes en Buenos Aires. Leí su aventura ¡cómo no!, en un pleno mes de julio, fondeado en el puerto de Colluire. Era un librito en el que explica un frustrado viaje que quiso hacer desde Buenos Aires a Nueva York, y que se complicó a causa de tener vientos y corrientes desfavorable al legar a la bahía del Hudson. El inicio de este disloque náutico fue que, estando el 2 de junio del año 1946 en la Habana, decide poner proa a la ciudad de los rascacielos. Tras recalar ante el gran puerto americano, la corriente le impidió la entrada al mismo, y al no tener nada de viento, y debido a que su embarcación no llevaba motor, sin pensarlo dos veces, según cuenta en su escrito, ‘agarré la caña y virando 180º puse, sencillamente, rumbo a Azores’. A bordo tenía víveres para unos 10 días, pero pensó con buen criterio (¿?) que no tardaría tanto en alcanzar las Azores, ‘que se encuentran a solo 2.100 millas’.
El 14 de julio, cuando solo le quedaban unas 80 millas para alcanzar la isla de Faial decide hacer recalada en Horta. Pero durante la noche el viento, siempre soplando del Este, incrementa su fuerza, lo que unido a su vez que el mar se enarbola bastante, hace que su avance sea muy dificultoso. Ante esta contrariedad, Vito decide abandonar su objetivo en las Azores y decide apuntar rumbo de su proa hacia la isla de Madeira, que se halla a unas 600 millas al SE. En esta travesía su situación se pone al rojo. En alerta. Solo tiene 10 litros de agua, algo salobre, y un poco de harina para hacerse tortas. Su comida y sus raciones de agua comienzan a languidecer. El 21 de julio, mientras tomaba una altura para situarse en el océano, comprueba que a fuerza de caer a sotavento está en las coordenadas 32º 29’N/31º30’ W, claramente al Sur de la latitud de Madeira. En pocas palabras: ¡se le ha escapado la isla! y los vientos soplan fuertes del NE. El Alisio. Está a unas 200 millas al sur de Funchal, lo que le hace imposible remontar en ceñida con su velero hacia Madeira, por lo que, tras reflexionar, decide alcanzar las Canarias, ya que lo puede hacer con rumbo directo y le será más ventajoso de navegar.
El 26 de julio avista el Puerto de la Luz. Está agotado, al punto de la inanición, con alucinaciones, pero avistar la Gran Canaria le da fuerza y energía. La esperanza de tocar tierra le repone. Pero una fuerte corriente, típica de los canales canarios, le arrastra de nuevo hacia el sur y le hace derivar rápidamente y pierde la vista de la isla.
Hambriento, desesperado, Dumas cree que ha llegado el fin de sus días. Hace ya 56 días que navega a la deriva por el Atlántico y aún no ha podido alcanzar puerto. Y lo peor es que no tiene víveres.
Desesperado se acerca a la derrota de las rutas de los cargueros que navegan desde Guinea hacia Europa y el día 29 de julio consigue llamar la atención de un mercante, el carguero español Serantes, que le abastece de comida y agua para poder llegar, como mínimo, a las islas de cabo Verde, a unas 700 millas. ¡Allí podrá reponer cocina! ¡¡Se encuentra salvado!! Sus males han quedado olvidados. Ahora solo le toca poder alcanzar las islas de Cabo Verde y descansar en algún puerto de aquel archipiélago.
Pero su grima no acaba con este buen pensamiento. El 10 de agosto avista la isla de Boa Vista. Pero en el horizonte no hay ni una gota de viento, y su velero, el famoso Leigh II, se ve arrastrado por la fuerte corriente hacia el Sur, sin poder maniobrar hacia tierra. Ve como pasa por su través la isla de Praia, su último nexo de unión con tierra firme, y se le escapa de nuevo un lugar de descanso que ve como se aleja al norte.
Por suerte el Atlántico se apiada del navegante que desafió los océanos, y amparado por los alisios y la corriente tropical, hace que en una semana pueda alcanzar, vivo y sano, la costa brasileña y recalar sin problemas en el puerto amazónico de Ceara. Final feliz para el osado navegante argentino.
Una aventura literaria y náutica que nunca olvidaré, leída a bordo de un velero, en pleno mes de julio, fondeado en aguas del Rosellón. Tras conocer esta dura experiencia pensé: ‘esto a mí no me pasaría. Para ello tengo mi motor auxiliar y alcanzaría con él el puerto deseado, sin ningún tipo de incidencia’.
Pero en el fondo dudé de lo que pensaba. Porque sé que en el mar siempre puede surgir el imprevisto, aquello que nunca habías pensado, lo imprevisible. Todo, cualquier cosa puede ocurrir. Entonces hay que sacar el valor, la entereza, allí donde la tienes olvidada, y solventar la situación. En el mar, de eso se trata.
Angel Joaniquet