Testigos del cambio climático, cada vez hay más gente sensibilizada en querer contemplar “in situ” un paraíso que se está derritiendo. El océano Ártico y el Antártico, con sus continentes, bahías, penínsulas e islas, se han convertido en el escenario de visita de miles de humanos que quieren contemplar, durante su periodo estival, las maravillas de estos parajes.
Esta ansia por viajar a estos parajes de hielo, antes de su desaparición total, -según todos los pronósticos para mediados de este siglo-, está tomando cuerpo y es como una pandemia turística realizada, incluso, por muchos aficionados a la náutica. Conozco a amigos que quieren viajar al Ártico, conocer las costas de Groenlandia, visitar con detenimiento la isla de fuego de Islandia, penetrar en los estrechos y canales que se forman en la costa de la parte norte de Canadá…. Y, por descontado, cada vez hay más gente que quiere hacer una recalada en la costa agreste de la Antártida, visitando ‘bases científicas’ de los países allí instalados, previo paso por los fiordos chilenos, la Patagonia argentina y el doblete obligado por Cabo Hornos.
Estuve hace poco con un grupo de amigos navegantes del océano Atlántico y allí conocí a un navegante enamorado de los mares helados. Teclo González armador del velero Geluck, que después de navegar por todos los mares cálidos habidos y por haber, ahora está abducido por los mares fríos, tanto del hemisferio austral como los del boreal.
La tendencia de visitar estos parajes náuticos es un TT (tredding topic) que incluso está ganando adeptos en muchas compañías de chárter náutico. En este sentido hemos de recordar que un precursor de estas aventuras polares, a bordo de veleros, ha sido Albert Bargués, un auténtico emprendedor, un visionario adelantado en lo que a náutica se refiere. Albert Bargués se embarcó, hace ahora cuatro años, en el desarrollo de un proyecto de navegaciones por los casquetes polares. Con su Sterna, un Open de 85’ (de 26m de eslora) abrió un camino que, sin duda, otros seguirán…
Amantes del mar gélido
Recordando aquel proyecto de Albert no he dejado de pensar en todos aquellos navegantes que prefieren el frío polar al cálido trópico para disfrutar del mar y el viento. Albert ha sido un pionero. Como lo fueron un puñado de navegantes que ya en el siglo XVI decidieron, con valentía y entusiasmo, encontrar, en aquel periodo, una ruta marítima imposible que enlazara el Atlántico con el Pacífico por el norte. Lo que en términos náuticos se conoce como la ruta o el Paso del Noroeste. Entiendo la fascinación y el reto que atrajo a muchos de aquellos exploradores, corsarios y aventureros, en adentrarse en estas inhóspitas aguas, un desafío que no es otro que el placer por alcanzar el límite de la capacidad humana para conseguir una satisfacción puramente personal. Desde un Francis Drake, que en 1579 intentó regresar al Atlántico por el norte de América, tras saquear la costa del Pacífico del Imperio español y que, al no encontrar un paso libre de hielo, se vio obligado a dar una vuelta al mundo. O la voluntad del griego Juan de Fuca, al servicio de Felipe II, en descubrir, conocer y controlar una ruta, también por el norte, para verificar la existencia, o no, de este Paso del Noroeste y evitar con ello la entrada de corsarios franceses e ingleses que pudieran penetrar al Pacifico por las actuales costas septentrionales del Canadá.
El inicio de un periodo glaciar a partir del siglo XIV, y que se prolongó hasta mediados del siglo XX (la llamada Pequeña Edad de Hielo, conocida científicamente como el PEH), y que sucedió a un periodo cálido que duró desde siglo VIII al siglo XIII, conocido como Periodo Cálido Medieval (o PCM) permitió que este ‘paso marítimo’ por la retaguardia quedara congelado e intransitable para los barcos. En cierto modo sirvió como un muro de contención que impidió el tránsito de las embarcaciones enemigas del imperio español hacia el Pacifico.
Aprovechando el recalentamiento climático
No fue hasta el año 1906, -ya entrada una nueva fase de calentamiento planetario- en que el noruego Roald Amundsen pudo remontar con el sloop Gjoa este paso hasta entonces totalmente intransitable para la navegación. A duras penas y con grandes sacrificios -pasó dos inviernos boreales durante la expedición- pudo alcanzar el triunfo gracias a este pequeño velero de 1 mástil y 47 toneladas, de 21 metros de eslora por 7 de manga, reforzado su casco con un revestimiento de hierro en la popa y tablas de madera de roble, de 70 cm de espesor en la proa.
Hoy, más evidente que nunca, este cambio climático posibilita hacer esta travesía por el Noroeste casi sin ninguna dificultad. Y cada verano más. Todo ha cambiado. Hoy es fácil navegar por aquellas costas durante el verano boreal. Ya en 1947, el británico de la Real Policía Montada del Canadá, Harry Lanrsen, cubrió con su goleta St. Roch este trayecto, y diez años más tarde tres patrulleras a motor de la Guardia Costera de EE.UU. Storis, Bramble y SPAR partieron para buscar un canal profundo a través del océano Ártico en el verano de 1957, viaje que duró poco más de un mes.
El tiro de salida ya estaba dado. Veinte años más tarde otro hito destacado en el Ártico, desde el punto de vista de la náutica deportiva, fue realizado por el holandés Willy Rooss que en 1977, con un kecht de 13.8 metros, el Williwaw, construido en acero, demostró que un particular podría hacer este tipo de proezas a vela. Rooss partió de Bélgica con un solo objetivo, poner proa rumbo al estrecho de Bering y demostrar que sí se podía navegar sin problemas por el casquete Ártico. Una vez superado el reto, y en el Pacifico por Bering, decidió bordear todo el continente americano, ‘descender’ hasta Cabo Hornos y regresar de nuevo a Europa. Con ello circundó todo el continente Occidental (América). Treinta años más tarde, en el 2007, otro aventurero, el francés Sebastien Roubinet, cubrió con un catamarán de 7.5 metros, el Babouche, el paso del Nordeste, superando los témpanos de hielo que se encontraba sin dificultad mientras navegaba. Partió de Anchorage (Alaska) el 19 de mayo de 2007 y llegó a Groenlandia del 9 de septiembre.
La ruta del Noroeste está ya institucionalizada. Hoy todo esto, por suerte o desgracia, por no decir por fatalidad para algunos, está al abasto de todos. El ‘paso’, la ansiada vía marítima del Noroeste ya es una realidad. Un ‘canal libre de hielo’, durante un periodo del año cada vez mayor, una posibilidad abierta al mundo de la navegación, ya sea recreativa, comercial, turística o bélica. Lo que soñaron los mercaderes de los siglos XVII y XVIII de alcanzar la China y los mercados Orientales por la vía Norte, y que fue una opción frustrada por los hielos, y la fría naturaleza, hoy ya es posible…
Tan posible como ver en la costa norte de Noruega -a medida que se funden los hielos- nuevas zonas de plancton y de nutrientes donde se alimenta el bacalao, que se reproduce ahora a más de un centenar de millas al norte de donde se desarrollaba hace tan solo unas décadas atrás. También el verat (la caballa), típico de aguas mediterráneas y las templadas del Atlántico, ya se pesca en las costas norte de Islandia, o el increíble hecho de que el atún rojo ahora se capture también cerca de la costa de Noruega y del norte de Escocia, zonas donde nunca se había encontrado este pez.
La catástrofe climática del calentamiento global es un hecho, y en el mar se nota mucho más. ‘Lo que va bien para unos, va mal para otros’, dicen. Y que el gélido paso del Noroeste quede libre de hielos es un síntoma claro de que nuestro mundo se está calentando de forma trepidante, con todo lo que esto supone. De positivo y de negativo.
Angel Joaniquet