La mayoría de los puertos recreativos se construyeron en su día gracias a una concesión del Estado. Los primeros gozaron de largos períodos de explotación pero, a medida que pasaron los años, los períodos de concesión se otorgaron por menos tiempo. Primero ochenta, después cincuenta, más adelante treinta años. El resultado de este proceso ha venido a ser que, más o menos, todas las concesiones finalizan al mismo tiempo. Lustro más, lustro menos. Esto significa que un importante colectivo de empresas e instituciones vinculadas a esos puertos recreativos tienen el corazón en un puño. Y quien dice el corazón, dice la cartera.
La mayoría de las primeras concesiones fueron otorgadas a clubes náuticos que precisaban de esas instalaciones para la práctica deportiva. La concesión no era –ni es- gratuita. Lo que se concesionaba no era un puerto construido, sino la nada más absoluta. El puerto debía construirlo la entidad que lo solicitaba. En aquellos tiempos pretéritos solía suceder que nadie más quería construir un puerto en ese lugar, de modo que el promotor era el instigador único de todo el asunto.
Con el tiempo y la popularización de la náutica de recreo la construcción de nuevos puertos fue objeto de concursos públicos. Más o menos, la cosa venía a ser como sigue. La Administración elegía un lugar apropiado –dicho sea esto con todas las prevenciones- y ofrecía la posibilidad de que varias empresas e instituciones concursasen, obteniendo la concesión quien ofreciese las mejores condiciones, no solo de precio, sino también de calidad, tipos de usos, etc. De este modo sucedió que concursaron clubes náuticos para ampliar sus instalaciones, construir otras nuevas o mejorar las existentes, pero también empresas privadas con clara –y muy respetable- finalidad de lucro. La venta –por los años restantes de concesión- o alquiler de los amarres, los espacios de aparcamiento y los locales comerciales deben aportar el retorno de la inversión correspondiente y algún beneficio. No crean ustedes que para un determinado puerto concursaba una solo empresa o institución. Ni mucho menos.
Pero sucede que, a medida que se acerca la fecha del final de la concesión aparece la incertidumbre. ¿Podrán conservar la concesión quienes la ostentan actualmente? Hay concesionarios que, a medida que se aproxima la fecha definitiva, dejan de atender las más elementales obras de conservación y mantenimiento, pues el coste es muy elevado, y no queda claro que se pueda rentabilizar la inversión en el tiempo que queda para que finalice la explotación. Ni les cuento lo que sucede cuando se produce un imprevisto del tipo de daños causados por un temporal o por fatiga de los materiales o de la estructura de la instalación. Puerto más, puerto menos, todos han padecido el colapso de un pantalán. Los materiales que se utilizaron hace treinta años no eran los mismos que los que se utilizan hoy en día.
La cuestión es si se debe o no prorrogar de manera automática una concesión por cinco o diez años a cambio de realizar obras de conservación, o si, por el contrario, estas obras son totalmente exigibles. Este tipo de prórrogas ocasionan, en la práctica, que no puedan optar a la concesión empresas o entidades distintas a las que la ostentan hasta entonces. Es comparable a lo que sucede con las autopistas de peaje. ¿Ustedes han visto caducar alguna concesión? ¿Han visto quitar las barreas y dejar que esa vía en cuestión pase a ser totalmente pública? Ponme un carril más por aquí, un área de servicio por allá, y te doy diez años más, y te prorrogo la concesión. Y el pobre conductor a pagar por el resto de sus días…
Otra cuestión sobre la que convendría reflexionar es la del precio de estas concesiones. No las de las autopistas, sino las de los puertos. Puesto que las administraciones públicas piden importantes cantidades, no queda más remedio que repercutir el canon al precio de los amarres y de los locales comerciales. Y si el concesionario de la instalación sufre pensando en el fin de sus días –los de la concesión- más o menos sucede lo mismo con los locales del puerto. ¿Para qué voy a cambiar la cocina o las letrinas si no sé si me van a renovar la concesión?
Aparece también la tentación de construir amarres para yates cada vez más grandes, echando a los más pequeños, bajo la utópica pretensión de que un yate grande deja más beneficios y conlleva menos problemas que varios pequeños. Dejando a un lado la finalidad más o menos social de este tipo de instalaciones –no lo olvidemos, son concesiones- resulta que no todo el campo es orégano, ni cualquier muelle es el de Mónaco, y que los grandes yates no solo buscan “aparcamiento”, sino seguridad jurídica, entornos seguros, servicios turísticos, marcos ambientales de lujo, actos deportivos del máximo nivel y restaurantes estrellados. Y eso, estimados promotores de puertos recreativos y miembros de las administraciones públicas, no se encuentra en cada esquina.
Y no hay que olvidar las empresas de servicios estrictamente náuticos, que difícilmente pueden desarrollar su actividad industrial en otro lugar, y que se ven tratados a nivel de precios como si de un restaurante de moda se tratase. En realidad, un restaurante se puede montar en cualquier lugar, no hace falta que esté junto a los yates, pero si el servicio técnico de los yates tiene que llegar desde 50 kilómetros, luego no exijan prisas ni precios ajustados…
A ver si después de alterar el paisaje y de subir los precios a niveles inimaginables esperando armadores extranjeros con abultadas carteras va a resultar que, como en la película Bienvenido Míster Marshall, los clientes se van a ir con la música –y los billetes- a otra parte.