Le dije que estaba totalmente de acuerdo. La cultura zen, el minimalismo plástico y arquitectónico, de claro sentimiento japonés, me tiene cautivado desde hace años. Pero como siempre, objeté un ‘pero’, un detalle, -el eterno ‘ying/yang’ de que no todo es blanco, ni todo negro- y mi objeción fue que no comulgo con la obsesión que tiene cierta élite japonesa en supervalorar la carne de delfín, ballena o minke como producto de refinamiento culinario. Por supuesto, expresé mi disconformidad por la falta de respeto que tienen los gobiernos del Japón en no seguir las directivas de la International Whaling Commission –IWC- (la Comisión Ballenera Internacional).
Un poco fuera de sí, mi amigo intentó convencerme con argumentos historicistas de ‘postverdad’ evidente, de que todo lo que se dice de los japoneses, en este sentido, es falso o tendenciosamente sesgado. Me quiso ilustrar en que la práctica de la caza de ballenas, por parte de la sociedad japonesa viene de lejos, y que a pesar de no respetar los acuerdos de la IWC, el número creciente de ballenas es un hecho incuestionable, por lo que no ve razones para que a los japoneses se les prohíba cazar cetáceos.
No quise personalizar este reproche, centrándome solo en el pueblo japonés. Le recordé que esta misma opinión de estar en contra de la persecución de ballenas la tengo con otros dos países, estos ‘muy europeos’ y ‘muy civilizados’ también, como son Islandia y Noruega, y que con argumentos similares a los japoneses continúan cazando ballenas, aduciendo que forma parte de su idiosincrasia más profunda.
Mi compañero no se atuvo a mis razones y pronto, una cena que prometía plácida se convirtió en un debate sobre la oportunidad, o no, de esta práctica marítima en perseguir y matar a los cetáceos.
Sin duda, estos animales han estado en el punto de mira de muchos humanos durante demasiado tiempo; por razones alimentarias, o por codicia. En tiempos de hambruna, ver ‘navegar a estas grandes moles de carne cerca de la costa’ era una tentación para poder disipar el hambre de las famélicas poblaciones de entonces. Y nada que decir al respecto. Pero cuando la alta tecnología y la avaricia humana, sobre todo con la revolución industrial del siglo XIX y su prolongación en el siglo XX, puso en peligro a estos seres de plácida naturaleza, la cosa cambió, y perseguir ballenas se convirtió en una enfermiza especulación y a punto estuvimos en exterminar a estos prodigios del mar.
La utilidad de la ballena ha pasado por varios ciclos. Si bien es verdad que hoy su persecución se centra solamente para consumir su carne destinada a ciertas élites orientales, tiempos atrás el principal beneficio de la caza de ballenas era extraer su grasa y hacer aceite para lámparas, velas, jabones y perfumes. También las barbas de ballena se usaban para cepillos y para enderezar prendas de vestir como antiguos corsets y paraguas. Incluso su esperma, usado como combustible, se utilizó como ambrosía, para producir margarina, perfumes o curtir el cuero. Pero hoy por hoy, si se matan ballenas, es para satisfacer el capricho de comer carne de ballenas.
Estos días hemos leído que se han encontrado cachalotes en el Mediterráneo. Esto hubiera sido imposible sin la perseverancia en concienciar a ciertos intereses económicos de la mala práctica de cazar cetáceos. Gracias a ello, ahora aún podemos contemplar estos animales desplazándose mansamente por los mares, y tener la conciencia tranquila de que estamos haciendo lo correcto, algo tan elemental como permitirles vivir. ‘Vive y deja vivir’, dicen.
Esto mi amigo lo combatía con que una cosa es el Mediterráneo –donde hay que conservar estas especies- y otra muy lejana lo que pasa en los océanos abiertos, donde las poblaciones de ballenas están creciendo a ritmo sorprendente. Le aduje que si crecen y se recuperan las poblaciones de ballenas puede que sea debido a que una gran mayoría de países han renunciado a cazarlas y hacen caso a estas recomendaciones de dejarlas vivir. Alegó –puede que a causa del sake- que la cultura ballenera japonesa se circunscribía a las ballenas que pasan frente sus costas. Le rebatí que no era cierto, que en la actualidad la flota ballenera japonesa sale dos veces al año, una en noviembre, cuando sus balleneros se dirigen al Oceánico del Sur, donde cazan hasta 1.000 minkes o ballenas enanas australes, y otra durante el mes de mayo, que inician su campaña por el noroeste del Pacífico donde ‘pueden matar’, según lo autoestipulado por las mismas autoridades de Tokio, hasta 100 rorcuales enanos, 50 ballenas de Bryde y 10 cachalotes, esto sí, siempre en nombre de la ciencia.
El tono de la conversación nos amargó esta avinagrada cena de pescado crudo que estábamos realizando. Mi colega me dijo que el rigor japonés hace que sean muy cuidadosos con esta caza, siempre supeditada en respetar la supervivencia y su continuación, nunca para el exterminio de los cetáceos. Nada me dijo de los amigos nórdicos –Islandia y Noruega-, ya que para él, era un tema en el que no entraba.
Entonces caí en un exabrupto, cansado de oír tanta ‘pelotería’ hacia los balleneros japoneses y le solté que la tradición ballenera japonesa, que a lo sumo se circunscribía a la caza durante el paso de ballenas cerca de su costa, nada tenía que ver con sus campañas en el mar Austral, donde realizan gran parte de sus matanzas. Le recordé que las expediciones para capturar cetáceos en la Antártida no tienen nada de histórico. Es una práctica relativamente reciente. Una actividad que empezó después de la II Guerra Mundial –impulsada por el gobernador del Japón, el general MacArthur- debido a la carestía de carne, por el trauma postbélico, para abastecer a la excesiva población del archipiélago. Hasta mediados de los sesenta, antes de los Juegos de Tokio, la carne de ballena fue la habitual en el consumo de los japoneses. En el año 1964 Japón mató más de 24 mil ballenas para el consumo interno alimenticio. Pero hoy esta costumbre gastronómica ha quedado restringida para ciertos círculos privilegiados de la sociedad japonesa, y nada tiene que ver como un hábito cotidiano o popular.
Mi amigo no compartía mi parecer. Y lo que más me sorprendió de toda esta velada culinaria es que después de su defensa desaforada de la tradición gastronómica japonesa, le sugerí para otro encuentro gastronómico -puede que para provocarle, ¡sorry!- ir a un local donde sirven un exquisito rabo de toro. Tras mirarme con un cierto desprecio y síndrome de superioridad, me sentenció: ‘¡oye, no te equivoques!, yo estoy en contra de las corridas de toros, y nunca comeré carne de un astado, para no alentar más esta tradición tan salvaje’.
Me quedé perplejo. No quise entrar de nuevo en el ruedo. Pero cada vez entiendo menos la coherencia de mucha gente.
Angel Joaniquet