En los años del boom inmobiliario algunos ayuntamientos tuvieron la precaución de incorporar a sus ordenanzas o planes generales de urbanismo normas que hacían obligatorio construir, en los bajos o sótanos de los inmuebles, plazas de aparcamiento suficientes para un porcentaje elevado de las viviendas que se ofrecían en ese inmueble. Eso sucedió, por suerte, pues de otro modo ahora no habría calles suficientes para aparcar los automóviles en nuestras ciudades.
Esas plazas de aparcamiento se dimensionaron en función del tamaño de los coches de la época. Aquí un Seat 127, allá un Simca 1000. Con el tiempo, algunas de esas plazas han quedado prácticamente obsoletas, pues donde antes entraba un Renault 5 ahora tiene que entrar un Laguna, y donde antes entraba un Ford Fiesta ahora se quiere poner un Mondeo. De algún local sé, donde el propietario de la plaza ha machacado el muro del sótano a martillazos para ganar unos centímetros de eslora y que no le salga el morro por el lado opuesto. No lo ha hecho por su preocupación de no molestar el paso de sus vecinos, sino porque ya le han rallado el coche seis veces.
Algo parecido sucede en los puertos recreativos. Ingeniados para dar cabida a embarcaciones de cinco o seis metros de eslora, la flota ha crecido y ahora los barcos presentan dimensiones mucho mayores, de modo que, simplemente, no caben. La mayoría de los puertos ha experimentado ampliaciones o cambios para dar cabida a embarcaciones de recreo de mayores dimensiones, pero, aun así, hay armadores decididos a meter el barco donde no cabe. No es que no quepan todos los barcos en los puertos, lo que sucede es que determinados barcos no caben en determinados amarres. Más concretamente, el barco de determinado armador no cabe en su amarre histórico. Suele suceder que el puerto ofrece al armador un amarre mayor pero, claro, es más caro…
La casuística es muy variada. Lo más habitual es que quien compró hace años un amarre para colocar un yate de 8 metros de eslora por tres de manga, haya podido pasar a otro mayor, pongamos de 10 de eslora por tres y medio de manga. Obviamente, el barco no cabe en ese amarre. Lo lógico sería que el armador en cuestión vendiera el amarre de 8 metros y comprara otro de 10 metros. O mejor aún, de doce, para prevenir el futuro. Pues no señor. Erre que erre con querer el mismo amarre. Que si está más cerca de la taberna, que si está más cerca de la bocana, que si está más cerca de la oficina, que si es más fácil la maniobra. ¡Que no cabe, leches! Si en ese pantalán hubiera diez barcos en la misma tesitura la suma total de las mangas ocasionaría un exceso total de cinco metros al final del muelle. El crujido de las fibras y las maderas hace llorar al Niño Jesús cada vez que entra el susodicho. ¿Qué es lo que no entiende nuestro distinguido armador? Es un hombre de posibles, de cierto éxito. Ha podido comprar varias embarcaciones de recreo. Tonto, lo que se dice tonto, no será… Se lo repito, querido armador: no-ca-be.
Otro caso distinto, y aún más sangrante, se produce cuando quien amarra en el amarre no es el propietario del amarre, sino otro armador. Sucede que el propietario del amarre para un barco de 8 metros, víctima de la crisis, lo alquila. Pero no tiene la precaución de alquilarlo a un propietario de un barco de 8 metros o menos, no. Se lo alquila al propietario de un barco de 10 metros. Cuando se descubre el fraude quien amarra dice que él no sabe nada, que hablen con el propietario del amarre, y éste dice que él tampoco, que él es inocente como un tierno infante y que hablen con el propietario del barco. Y así, el contramaestre y las chicas de la oficina del puerto andan todo el día perdiendo el tiempo y atendiendo quejas de los vecinos, cuando tendrían que destinar su tiempo a mejores menesteres. Eso por no contar con lo más importante: la diferencia de precio. No vale lo mismo el alquiler de un amarre de 8 metros que el de uno de diez. Y la marina no es propiedad de las hermanitas de los pobres, no. Es una empresa privada que construyó y administra el puerto con la presunta intención de ganar dinero.
En algunos lugares han aprendido de la experiencia y cualquier cambio de titularidad, proceso de alquiler o semejante, debe pasar necesariamente por el club o la marina, de modo que ahí no mueve ficha nadie sin permiso del titular de la concesión, todo ello debidamente recogido en el contrato.
En numerosos casos se ha optado por colocar fingers cada dos barcos, de modo que el acceso a bordo se hace más fácil y, de pasada, se evita la acumulación del exceso de mangas. Pero aun así puede haber uno –o los dos- con más manga de la tolerable.
Ejemplo paradigmático en la prevención de estos problemas lo encontramos en el Reglamento de Régimen Interno del Club Náutico de Santa Pola, que se puede consultar en su página web. Resumidamente, la cosa viene a ser como sigue: el socio con “derecho a uso de amarre” tiene derecho a usar un amarre acorde a las dimensiones de su barco, dejando un espacio libre adicional. Si el socio cambia el barco por uno mayor, se le asigna un nuevo amarre y paga la diferencia. Si no hay amarre mayor disponible pasa a una lista de espera, confeccionada por riguroso orden cronológico. Nada de poner el nuevo barco en el amarre habitual. Del mismo modo, si el socio cambia su embarcación por otra más pequeña, se le asigna un nuevo amarre y se le abona la diferencia. Todo ello previo escrito dirigido a la Junta Directiva, que estudia el caso y propone la solución.
Las ventajas son obvias, no hay amarres infrautilizados ni proas sobresaliendo donde no corresponde. ¡Qué bonito es ver una marina bien ordenada!